Lutero decía: “Mi risa es mi espada, y mi alegría, mi escudo.” ¿Cuál si no es el sentido de la vida, que la felicidad?
El camino de la felicidad está plagado de dolor, pero no solo de dolor, también de alegría, incertidumbre, gozo, en fin, de todo lo humano. Envejecemos en el sufrimiento y rejuvenecemos en el humor. El sentido de un mundo de justicia y equidad, de derechos y deberes consagrados para todos; libre de ataduras y oscuridades, donde prime el valor de ser por el valor de tener, ¿no es sino un mundo de felicidad?
Hay quienes se niegan el deber de la felicidad, negándoles a otros la posibilidad del bienestar y su desarrollo:: solo les mueve su egoísmo a ultranzas, sus deseos insatisfechos de tenerlo todo a cambio de despojar al otro de los indispensable incluso. Son seres dominados por el “tener” como única manera de llegar a ser, como si esto fuera posible. Su felicidad solo crece en la proporción que crece su riqueza material. De esos, hay muchos en el mundo, aunque sean muy pocos.
Hay otros que se aferran al clavo ardiente del destino, porque piensan que en un hecho fortuito, con altísimas probabilidades de no llegar nunca, depositan en el azar todas sus esperanzas de felicidad; la viven y experimentan cuando sienten que han estado muy cerca de lograrlo. ¡Qué ilusión, su felicidad está depositada en un globo, o en una suerte de rutina informática! Se pasan la vida esperando la felicidad que nunca llega.
Algunos otros se resignaron ya a alcanzarla después de la muerte, y para alcanzarla mañana, le dan sentido de sufrimiento a la vida presente. Han entendido que la vida “es un valle de lágrimas”. Para alcanzar la felicidad, piensan, hay que sufrir, y cuanto más, mejor.
Muchos otros, y cada día son más, se dejan atrapar por la lógica del presente de “tomar atajos”, encaminando su vida hacia la felicidad por el alcohol y las drogas, el sexo fácil y sin sentido, o adquiriendo cosas, sin que ellas fueran necesarias. Otros, en ese mismo camino, se aferran al yo, olvidando el nosotros, o incluso, el ellos. No les importa las consecuencias que sus actitudes encierran en el más próximo si se trata de alcanzar colmar sus deseos y sus necesidades. La sociedad contemporánea está plagada de múltiples modelos que nos venden ese sentido de vida.
Hay quienes, por la pérdida del sentido histórico de la vida, o del valor del significado que tiene una perspectiva futura, se encierran en la vida presente, como único camino para alcanzar la plena felicidad.
Hay quienes aún nos resistimos a arrojar la toalla, cansados de los desalientos y las frustraciones sufridas en el camino por una sociedad justa y equitativa. Aún tenemos la esperanza de que el mundo puede ser de otra manera, que la vida puede y debe cambiar. Que los seres humanos valemos más por lo que somos que por lo que tenemos o aspiramos tener. Que cantamos con Mercedes Sosa “todo cambia”, reconociendo con Serrat el valor de las “pequeñas cosas” que acontecen en lo cotidiano, en el día a día. Seguimos creyendo que habrá “un nuevo cielo, y una tierra nueva”, pero no en el paraíso que no existe, sino en aquel que se construye de manera irremediable, forjando nuevas maneras sociales de organización humana desde la escuela, que posibiliten nuevas maneras de actuar frente a nosotros mismos y frente a los otros, y desarrollando entonces una nueva conciencia de vivir y de ser feliz.
El camino de la felicidad se abre entonces en la búsqueda continua del ser, de lo que nos proporciona la condición humana de ser libres, en un ejercicio ético en y por la vida. Una vida ética centrada en el servicio al otro, sin la arrogancia que proporciona el poder de cualquier matiz y color con que se revista, sea éste político o religioso, o de cualquier otro. En la búsqueda permanente de la justicia y la equidad, sobre todo a contra pelos de una sociedad tan excluyente como la que nos ha tocado vivir. El que no puede vivir para servir, no sirve para vivir decía el Profesor Juan Bosch. Una vida ética que procura y busca el bienestar para todos, bajo el supuesto de que todos somos dignos para vivirlo.
La escuela está llamada a forjar las simientes de esta nueva vida, pero para ello, necesitamos forjar un nuevo magisterio centrado en esos valores y colocándose ante lo nuevo y el futuro en una actitud innovadora, frente a la vida y el deseo de vivirla plenamente. Se trata entonces de formar una nueva escuela, comunidad de aprendizajes que tiene como núcleo los sujetos que aprenden. Que forje nuevos ciudadanos para una sociedad nueva en proceso de construcción, donde el ejercicio de la ciudadanía empiece por el reconocimiento del derecho del otro y del deber personal.
No dejaré que el desaliento y la tristeza me haga sucumbir, y procuraré alejarme de quienes son un fastidio para el espíritu y la felicidad. Amén.