Desde la ventana: un sueño inconcluso.

Amigos de mucho tiempo, María y Carlos, se profesaban un cariño especial. Compartían mucho tiempo juntos conversando de cuanto se les ocurriera o sencillamente oyendo música o comentando el último chisme del barrio o la universidad.

Doña Juana, mamá de María, estaba tan acostumbrada a la presencia de Carlos en la casa, que prácticamente lo tenía como el hijo que Dios nunca quiso darle: “El sabrá”, solo atinaba a decir Doña Juana. Mujer abnegada con sus dos hijas, viuda desde hacía ya tres años, que conservaba aún el recuerdo intacto de una hermosísima mujer, de piel canela y pelo negro azabache. Un cuerpo exquisito, que despertaba en el más beato de los incrédulos del barrio, expresiones de profunda religiosidad:

– ¡Jesús santísimo!
– ¡Virgen de la Altagracia!
– ¡Jesú, María y José!

Para doña Juana, las miradas furtivas de sus vecinos y amigos, ya era una costumbre con la que había tenido que convivir en los últimos años. Pero aún conservaba el recuerdo de su marido Ramón, hombre alto, corpulento y muy sano, que murió en un accidente tonto. Resbaló en el baño y cayó de bruces, dándose un fuerte golpe en la nuca. Su cuerpo sin vida fue encontrado por doña Juana, cuando al regresar del Supermercado se percató del cuerpo del marido en el suelo del baño. Aquella escena aún la tenía muy viva. Ramón para ella lo era todo, esposo y amigo, confidente permanente.

– Tienes que olvidarte de él, siempre le decían las amigas. Con tu tristeza y recogimiento no lo vas a recuperar ni revivir. Tienes que pensar en ti y en tus hijas.
– No te das cuenta como te miran los hombres. Un clavo siempre saca otro clavo, decía Altagracia, la amiga más cercana y de más tiempo en su vida. Ya es tiempo de que puedas iniciar otra relación. Tus hijas no se van a oponer, es más, sé que están de acuerdo con que reinicies tu vida.
– No sé Altagracia. No es tan simple. Ramón murió hace ya tres años, pero lo tengo siempre presente. No logro olvidarlo.
– Claro te has enclaustrado en tu casa, y solo sales para ir al trabajo. ¡Olvídate, chica! Date otra oportunidad, le decía Petra.
– Ya veremos, y así siempre terminaba la conversación entre ellas.

Hace una semana que en la casa de al lado, separada por una pared relativamente baja, se había mudado Esteban. Un hombre divorciado amante de la buena música y bastante hogareño. Siempre visitado por parejas de amigos que compartían con él uno que otro trago los fines de semana. Era profesor universitario, de ideas liberales. Salía muy temprano todos los días a su oficina, luego de una caminata que religiosamente hacía al levantarse temprano por las mañanas.

Para Esteban, desde los días previos que fue a ver la casa que compró con sus ahorros, se había fijado en aquella hermosa mujer. Pero extrañamente siempre esquivó su mirada. Esta mujer tan hermosa y de aquel cuerpo que parecía una guitarra, le proporcionaba una extraña sensación que, de solo mirarla, sentía profundamente en su mente. Llegó a oír de la historia de doña Juana, por un vecino de la casa del frente, que solo lamentaba sus 65 años cumplidos, y la guerrera de mujer que tenía, que con solo mirarlo le asaltaban preocupaciones y temores.

– Mire joven, esa doña Juana es lo que cualquier hombre quisiera tener. ¡Es un bizcochito! Está como para comérsela entera.
– Cierto don Emilio, pero hay algo en ella, que impone respeto…
– ¿Y quién le ha dicho a usted que tirarse una mujer como Dios manda, es una falta de respeto? ¡Eso es solo dicha! Terminaba siempre argumentando don Emilio.

Esteban siempre procuraba ver aquella mujer desde la ventana de su habitación, que justamente daba a lo que parecía ser la ventana de la habitación de doña Juana.

Una tarde de lluvia cuando intentaba cerrar su ventana y así evitar la entrada de agua, le pareció que doña Juana lo había estado observando. No tenía seguridad, era solo la impresión, y quizás más que nada el deseo oculto de que esta mujer pudiera percatarse de que él era un mortal que estaba solo a unos pasos de su casa.

De esa manera, furtivamente, doña Juana fue convirtiéndose en una obsesión para Esteban. Empezó, llegando más temprano de su oficina. Ya no se iba al Café Tuscani, a juntarse con los amigos tan asiduamente como lo hacía antes. Siempre inventaba una excusa para escabullirse e irse para su casa. Mirar aquella mujer, aún y fuera desde lejos, era tan confortable como “una fría”, en una noche de verano.

Cierto día se percató que Carlos, el amigo de María, hija mayor de doña Juana, era su alumno en la Universidad. Con él, y con preguntas muy discretas conoció detalles de doña Juana, quien, para Carlos, era casi como su mamá.

La noche del día anterior, casualmente vio llegar a su alumno a la casa de doña Juana, justo en el momento que la hermosa vecina, salía al frente de la casa a recibir a su amiga Altagracia. Fue la oportunidad de poder estrechar las manos de aquella mujer, a quien empezaba a acariciar furtivamente con su mirada. Su olor era tan penetrante, que se convirtió en una verdadera locura para Esteban. Sin saber cómo, se encontró a solas con doña Juana en el patio de su casa, el que había adornado con mucho esmero y dedicación de un soltero solitario.

– Si no te levantas, Carlos, vas a llegar tarde a la oficina.
Lo despertó la voz de Mireya su esposa, tan abruptamente, que parecía que la cabeza le iba a estallar, no sabe si de rabia por la estruendosa voz de su mujer, o la imposibilidad de terminar aquel sueño… que iba tan bien y prometedor.

24 de abril, y una bochornosa invasión.

El silencio nos abrumaba a todos. El día se hacía tenso. Todos en expectativa. Estábamos ya acostumbrados al tableteo de las ametralladoras San Cristóbal o el disparo impactante del fusil. Nuestros cuerpos presentían lo peor. No había dudas de que algo siniestro acontecía %u201Callá afuera%u201D. Todos metidos dentro de la %u201Cbarricada%u201D, que con tablones de madera, papá había improvisado en lo que era %u201Cmi habitación%u201D. Único espacio en toda la casa que tenía tres paredes de blocks. Nos sentíamos todos protegidos de las balas que traspasaban el zinc o las paredes de madera de nuestra casa, situada en la calle Camino Chiquito No. 33. Hacía muy poco tiempo que papá, junto a algunos de los vecinos habían asumido la responsabilidad y compromiso de dar sepultura a aquellos dos jóvenes, que en la huída despavorida habían dejado sus compañeros de lucha, cuando la avanzada %u201Coperación limpieza%u201D venía barriendo calles y callejones, en búsca de combatientes.

Cada día se vivía como el último. Ya nos habíamos acostumbrados a permanecer dentro de la casa, y apenas, asomar la cabeza intentando buscar un atisbo de información visual que nos permitiera calmar los nervios. Las tareas del funcionamiento de la %u201Cbarricada%u201D estaba organizado. Yo era el encargado de mantener un termo de té de hojas de limoncillo, que crecían en el patio de la casa y que generalmente acompañábamos con «masita» o alguna galleta. De vez en cuando todos sentados contra la pared nos dedicábamos a hacer cuentos, con tal de que el tiempo transcurriera sin darnos cuenta. Mamá, en su estoicismo, solo nos miraba.

Desde aquella tarde del 24 de abril todo había cambiado en nuestras vidas, y en las vidas de todos nuestros vecinos. Entre nuestra casa y la de al lado, donde vivía la familia Olivier González, solo había una hoja de zinc que bastaba con empujarla para pasar de un lado hacia el otro. Los platos de comida y otros menesteres, traspasaban constantemente en un compartir continuo entre dos familias, que más que vecinos, éramos como hermanos y hermanas. Todavía hoy todos recordamos muchas anécdotas de ése y otros tiempos, que nos hicieron %u201Cvecinos-amigos-hermanos%u201D. Mientras en nuestra casa la mayor parte del patio era %u201Cun inmenso%u201D taller de ebanistería, conocido formalmente como Santo Tomás, y que traspasaba la cuadra entre la Camino Chiquito y la Profesor Amiama Gómez, algunos deliciosos frutos se convertían en manjares exquisitos: Guayaba injerta, jobos, cocos, mangos, y alguna que otra fruta más. De igual manera, el patio de la casa de Don Chichí y doña Tará, nuestros vecinos-amigos-hermanos, también muy grande, estaba repleto de matas de plátano, guineos y café, así como una %u201Cenorme%u201D mata de guanábana para el deleite de todos nosotros. Mi padre un artista de la madera, don Chichí Olivier un artista de la música: saxofonista y flautista exquisito. Lo recuerdo vestido de blanco, con su cabeza blanca, y todo el resto de la orquesta de negro. Él parecía ser el centro de todo aquello. Y así era. Todos los lunes, lo recuerdo como ayer, sus compañeros de trabajo, músicos todos, con sus instrumentos a cuestas, llegaban a su casa, su hogar y las horas transcurrían entre la música, y una riquísima %u201Cpata de vaca%u201D, con mucha yuca y arroz blanco. Como era de esperarse, el plato de pata de vaca también formaba parte ese día de la comida de mi casa.

Ese pedazo de barrio de Villa Juana era muy especial, como lo erán las familias que allí vivían. Porque así era, cuando nos referíamos a una de esas casas era con el nombre familiar: los Olivier, los Valeirones, los Cantizanos, los Di Carlo, los Goodrich, los Avejitas (ése no era un apellido, aunque sí un apodo), los Heredia, los Mieses, los Mota (Manuel Mota y los hermanos Alou eran una gran atracción en el barrio, sobre todo de nosotros los muchachos que jugábamos a la pelota en la calle, y que ellos, de vez en cuando %u201Cnos daban clínica%u201D), los Alegría, los Salcedos, los Cabral, los Robledo, los Tactuks, y así otras familias que adornaban la José de Jesús Ravelo, la Camino Chiquito y la Marcos Adón. No había manera de pasar desapercibido, pues muchas veces cuando andábamos correteando por las calles y patios, siempre había un comentario como %u201Cqué hace el hijo de don Julio o Doña Ofelia por aquí%u201D. Todos estábamos fichados y bajo el escrutinio de los vecinos.

Pero mi historia es otra, a la que a ella vuelvo. El día o la tarde, eso ni lo recuerdo bien, no era un día cualquiera. La tensa calma, no calmaba nuestro ánimo. Por lo contrario%u2026 dos días antes, veíamos helicópteros transportando jeep, cajas y muchas otras cargas, que %u201Cparecían venir de San Isidro%u201D, donde estaba y sigue estando aún, el campamento de la Fuerza Aérea (conocido entonces como el CEFA), hacia la Intendencia y Transportación, donde estaban hombres pertenecientes al Ejército Nacional. Día y noche, el volar de los helicópteros se había convertido en la razón de mirar hacia el cielo y la sensación de que %u201Calgo grande va a venir%u201D.

En un momento me asomé a la puerta de la casa, y ahí estabán estos tipos, con la cara pintada de verde y negro, y unos uniformes militares extraños, cargados de granadas, peines de balas, y un fúsil que no había visto antes. Su mirada me heló profundamente. No hay dudas, me intimidó.

-¿Quiénes son estos tipos? ¿De dónde llegaron? La invasión estaba consumada. En su inglés hiriente, nos despojaban de nuestra dignidad, y ya carecíamos, incluso, de nuestro derecho de %u201Cmirar hacia afuera%u201D. 28 de abril de 1965, se convirtió en un día angustioso, temible. La Guerra de Abril se convirtió en una Guerra Patria. Por segunda vez, en un siglo, la República Dominicana se ve invadida por las tropas de los Estados Unidos. Solo que esta vez, los gobiernos de un grupo de países se prestaron a «adornar el rostro de la intervención», formando lo que eufemísticamente llamaron «la fuerza de paz». 

Poco a poco fueron llegando los %u201Chombres del Ejército Nacional%u201D, casi como custodiados por el ejército invasor. No olvido cuando entraron a nuestra casa, y la requisa se hizo larga y tensa. Peor, cuando al abrir una gaveta de mi %u201Cmesita de noche%u201D se encontraron con la %u201Cpistola 45%u201D, de un plástico verde oscuro, y que uno de los militares tomó en sus manos y dijo: %u201Ccon esto se puede hacer un disparo%u201D. Fue la última vez que la ví.

A lo lejos, se continuaba oyendo el tableteo de ametralladora o disparo intenso del fúsil. La vida de todos cambió para siempre. La vida del barrio, otrora lleno de la candidez y dulzura con que las familias de entonces vivían, quedó transformada. Nuestra alma, quedó mancillada.

Unas extrañas barricadas, llenas de «alambres de púa», como una cicatriz, atravesaron toda la ciudad partiéndola en dos. La bochornosa invasión era una realidad.