24 de abril, y una bochornosa invasión.

El silencio nos abrumaba a todos. El día se hacía tenso. Todos en expectativa. Estábamos ya acostumbrados al tableteo de las ametralladoras San Cristóbal o el disparo impactante del fusil. Nuestros cuerpos presentían lo peor. No había dudas de que algo siniestro acontecía %u201Callá afuera%u201D. Todos metidos dentro de la %u201Cbarricada%u201D, que con tablones de madera, papá había improvisado en lo que era %u201Cmi habitación%u201D. Único espacio en toda la casa que tenía tres paredes de blocks. Nos sentíamos todos protegidos de las balas que traspasaban el zinc o las paredes de madera de nuestra casa, situada en la calle Camino Chiquito No. 33. Hacía muy poco tiempo que papá, junto a algunos de los vecinos habían asumido la responsabilidad y compromiso de dar sepultura a aquellos dos jóvenes, que en la huída despavorida habían dejado sus compañeros de lucha, cuando la avanzada %u201Coperación limpieza%u201D venía barriendo calles y callejones, en búsca de combatientes.

Cada día se vivía como el último. Ya nos habíamos acostumbrados a permanecer dentro de la casa, y apenas, asomar la cabeza intentando buscar un atisbo de información visual que nos permitiera calmar los nervios. Las tareas del funcionamiento de la %u201Cbarricada%u201D estaba organizado. Yo era el encargado de mantener un termo de té de hojas de limoncillo, que crecían en el patio de la casa y que generalmente acompañábamos con «masita» o alguna galleta. De vez en cuando todos sentados contra la pared nos dedicábamos a hacer cuentos, con tal de que el tiempo transcurriera sin darnos cuenta. Mamá, en su estoicismo, solo nos miraba.

Desde aquella tarde del 24 de abril todo había cambiado en nuestras vidas, y en las vidas de todos nuestros vecinos. Entre nuestra casa y la de al lado, donde vivía la familia Olivier González, solo había una hoja de zinc que bastaba con empujarla para pasar de un lado hacia el otro. Los platos de comida y otros menesteres, traspasaban constantemente en un compartir continuo entre dos familias, que más que vecinos, éramos como hermanos y hermanas. Todavía hoy todos recordamos muchas anécdotas de ése y otros tiempos, que nos hicieron %u201Cvecinos-amigos-hermanos%u201D. Mientras en nuestra casa la mayor parte del patio era %u201Cun inmenso%u201D taller de ebanistería, conocido formalmente como Santo Tomás, y que traspasaba la cuadra entre la Camino Chiquito y la Profesor Amiama Gómez, algunos deliciosos frutos se convertían en manjares exquisitos: Guayaba injerta, jobos, cocos, mangos, y alguna que otra fruta más. De igual manera, el patio de la casa de Don Chichí y doña Tará, nuestros vecinos-amigos-hermanos, también muy grande, estaba repleto de matas de plátano, guineos y café, así como una %u201Cenorme%u201D mata de guanábana para el deleite de todos nosotros. Mi padre un artista de la madera, don Chichí Olivier un artista de la música: saxofonista y flautista exquisito. Lo recuerdo vestido de blanco, con su cabeza blanca, y todo el resto de la orquesta de negro. Él parecía ser el centro de todo aquello. Y así era. Todos los lunes, lo recuerdo como ayer, sus compañeros de trabajo, músicos todos, con sus instrumentos a cuestas, llegaban a su casa, su hogar y las horas transcurrían entre la música, y una riquísima %u201Cpata de vaca%u201D, con mucha yuca y arroz blanco. Como era de esperarse, el plato de pata de vaca también formaba parte ese día de la comida de mi casa.

Ese pedazo de barrio de Villa Juana era muy especial, como lo erán las familias que allí vivían. Porque así era, cuando nos referíamos a una de esas casas era con el nombre familiar: los Olivier, los Valeirones, los Cantizanos, los Di Carlo, los Goodrich, los Avejitas (ése no era un apellido, aunque sí un apodo), los Heredia, los Mieses, los Mota (Manuel Mota y los hermanos Alou eran una gran atracción en el barrio, sobre todo de nosotros los muchachos que jugábamos a la pelota en la calle, y que ellos, de vez en cuando %u201Cnos daban clínica%u201D), los Alegría, los Salcedos, los Cabral, los Robledo, los Tactuks, y así otras familias que adornaban la José de Jesús Ravelo, la Camino Chiquito y la Marcos Adón. No había manera de pasar desapercibido, pues muchas veces cuando andábamos correteando por las calles y patios, siempre había un comentario como %u201Cqué hace el hijo de don Julio o Doña Ofelia por aquí%u201D. Todos estábamos fichados y bajo el escrutinio de los vecinos.

Pero mi historia es otra, a la que a ella vuelvo. El día o la tarde, eso ni lo recuerdo bien, no era un día cualquiera. La tensa calma, no calmaba nuestro ánimo. Por lo contrario%u2026 dos días antes, veíamos helicópteros transportando jeep, cajas y muchas otras cargas, que %u201Cparecían venir de San Isidro%u201D, donde estaba y sigue estando aún, el campamento de la Fuerza Aérea (conocido entonces como el CEFA), hacia la Intendencia y Transportación, donde estaban hombres pertenecientes al Ejército Nacional. Día y noche, el volar de los helicópteros se había convertido en la razón de mirar hacia el cielo y la sensación de que %u201Calgo grande va a venir%u201D.

En un momento me asomé a la puerta de la casa, y ahí estabán estos tipos, con la cara pintada de verde y negro, y unos uniformes militares extraños, cargados de granadas, peines de balas, y un fúsil que no había visto antes. Su mirada me heló profundamente. No hay dudas, me intimidó.

-¿Quiénes son estos tipos? ¿De dónde llegaron? La invasión estaba consumada. En su inglés hiriente, nos despojaban de nuestra dignidad, y ya carecíamos, incluso, de nuestro derecho de %u201Cmirar hacia afuera%u201D. 28 de abril de 1965, se convirtió en un día angustioso, temible. La Guerra de Abril se convirtió en una Guerra Patria. Por segunda vez, en un siglo, la República Dominicana se ve invadida por las tropas de los Estados Unidos. Solo que esta vez, los gobiernos de un grupo de países se prestaron a «adornar el rostro de la intervención», formando lo que eufemísticamente llamaron «la fuerza de paz». 

Poco a poco fueron llegando los %u201Chombres del Ejército Nacional%u201D, casi como custodiados por el ejército invasor. No olvido cuando entraron a nuestra casa, y la requisa se hizo larga y tensa. Peor, cuando al abrir una gaveta de mi %u201Cmesita de noche%u201D se encontraron con la %u201Cpistola 45%u201D, de un plástico verde oscuro, y que uno de los militares tomó en sus manos y dijo: %u201Ccon esto se puede hacer un disparo%u201D. Fue la última vez que la ví.

A lo lejos, se continuaba oyendo el tableteo de ametralladora o disparo intenso del fúsil. La vida de todos cambió para siempre. La vida del barrio, otrora lleno de la candidez y dulzura con que las familias de entonces vivían, quedó transformada. Nuestra alma, quedó mancillada.

Unas extrañas barricadas, llenas de «alambres de púa», como una cicatriz, atravesaron toda la ciudad partiéndola en dos. La bochornosa invasión era una realidad.