Sepultura de dos jóvenes revolucionarios. 1965.

Apenas había salido el sol, aunque aún se mantenía una fina lluvia que cubría los improvisados ataúdes de los dos jóvenes revolucionarios muertos por las tropas del Ejército Nacional, junto a las del Yanki invasor, cuando la parte alta de la ciudad era testigo de la llamada “operación limpieza”.
El silencio abrumador, interrumpido solo por el tableteo de las ametralladoras o del disparo de fusil, resonaba en todos los rincones del barrio de Villa Juana. Era un día diferente a todos los días de mi vieja barriada.
En la tarde del día anterior, dos jóvenes habían encontrado el fin de sus vidas, e inertes sus cuerpos reposaban entre la yerba y los escombros del solar de forma triangular situado entre las calles Camino Chiquito, José de Jesús Ravelo y Marcos Adón. Ambos cuerpos habían sido depositados por otros “jóvenes revolucionarios” que huían despavoridos ante el eminente avance de las tropas “contra-revolucionarias”.
Mi padre, quien se había negado a dejar solo su Taller de Ebanistería Santo Tomás de Aquino, situado en la Camino Chiquito No. 33, asumió la responsabilidad de construir dos ataúdes, como morada última y “cristiana sepultara” de estos dos jóvenes desconocidos. Otros vecinos se dispusieron a cavar las dos tumbas, entre el asombro y el miedo que a todos los testigos de esa tragedia, nos embargaba.
-¡Cuidado!
Se oyó una voz cuando el zumbido de una bala rompía el silencio y entonaba su canto sepulcral por encima de las cabezas de los allí presentes. El entierro se vio interrumpido por varias horas cuando la balacera se hizo más intensa.
Otro “joven revolucionario”, de unos 20 años, con su fusil máuser recostado en su hombro derecho, y a escondidas por el muro del callejón de enfrente, ripostaba con varios disparos hacia el lado oeste de la calle José de Jesús Ravelo. La intensa respuesta recibida no le dejó otra alternativa que seguir desplazándose en dirección este.
En ese momento de mi vida, con mis 15 años a cuestas, no comprendía todo el trasfondo de lo que acontecía en el país. Más tarde sí pude comprender, que este enfrentamiento “cívico-militar” entre dominicanos y dominicanas, acaba por convertirse en una “Guerra Patria” contra las tropas invasoras de los Estado Unidos de Norteamérica, aquellos países latinoamericanos que se prestaron a darle legitimidad, y al grupo de militares dominicanos que se opusieron a la “vuelta de la constitucionalidad del 63”.
Mi padre, siempre taciturno, un hombre de pocas palabras, pero sí de acción, esperó la quietud de la mañana para, junto a otros vecinos, dar entierro al cuerpo de dos jóvenes dominicanos que habían ofrendado sus vidas, luchando por un ideal.
Por un buen tiempo, las dos cruces de maderas colocadas encima del promontorio de tierra, fueron la expresión más completa de lo que significa llevar hasta las últimas consecuencias el compromiso por una idea. Ambos encontraron en el fusil, la respuesta a la razón de sus propias vidas.
No hubo despedidas ni discurso ante las tumbas, tampoco el llanto y las lágrimas de una madre y un padre desconsolado, como tampoco de parientes y amigos íntimos, ¡nadie!; nadie que en su legítimo duelo, dijera una palabra de recuerdo, de despedida, solo los rostros silentes de quienes quisieron depositar, y así lo hicieron, en sus tumbas improvisadas, la tierra ensangrentada y mancillada de aquel abril, imposible de borrar.
El tiempo “borró las tumbas” y sus recuerdos. Demasiadas muertes que llorar, además de las ironías de la vida, en ese mismo lugar se construyó el edificio de una empresa llamada Laco. Hace poco tiempo que me llegaron las señas de aquellos dos jóvenes: uno llevaba los apellidos Ledesma Colón y el otro era Ángel Reyes, conocido como “tres patines”. Aunque por mucho tiempo ignoré la suerte de los cuerpos de estos dos jóvenes, y si los mismos fueron inhumados y trasladados a su campo santo y reposo eterno.
Mucho tiempo después, y confirmada la información por la misma persona que construyó el edificio, el cuerpo de Ángel Reyes aún continúa en su “tumba improvisada”.
Finalmente, en la memoria de algunos de los que estuvimos presentes allí siendo adolescentes, aún perdura el recuerdo de aquella tarde y madrugada del 65, bajo la tenue lluvia que cubría “la ciudad” como un llanto materno, colocando flores y encendiendo velas, por la memoria de quienes dijeron ¡presente!, cuando las circunstancias así se lo demandaron.