Siempre he estado de acuerdo con la idea de que la profesión docente y magisterial es DIGNA. Y ello así, pues el hecho de que el maestro tiene la exquisita función de formar a los ciudadanos y ciudadanas de los países donde desarrolla su función, esta se constituye en una tarea sin igual.
Las complejidades de tales funciones se ponen de manifiesto en el día a día, en la cotidianidad que se vive no solo en las escuelas y universidades, sino también en las empresas, instituciones, en el tránsito, en la calle, en las tiendas, en la vida familiar, en las cuales los seres humanos nos constituimos como tal en un proceso interesante de interiorización de conocimientos, valores y actitudes, disposición intra e interpersonal, en las relaciones consigo mismo y con los demás. En sentido general, con la vida. Somos seres situados y como tales, nos guía la formación con que contamos y en la cual la escuela pone muchos granitos de arena.
Desde niños empezamos ese proceso que se inicia en la familia, pero que muy pronto se complementa y complejiza en la escuela. Ahí por espacio de varios años, a veces, muchos años aprendemos a vivir con los demás que no son nuestra familia, aprendemos a aprender, aprendemos a ser, nos situamos en el mundo que las generaciones anteriores nos han delegado, para bien o para mal.
Esos primeros años de la vida escolar son claves para emprender y comprender la vida futura y adulta. No porque estemos condenados a esos primeros años, sino por las bases, los cimientos que se construyen en los mismos, y que se constituyen en una zapata sobre la cual construimos lo que somos y seremos.
En esa perspectiva, la dignidad magisterial cobra un sentido extraordinario, pues se trata de aquel o aquella persona que tiene la tarea, la misión de gestionar las oportunidades para hacer que todo lo anterior sea posible.
Vale la pena, sin embargo, reflexionar sobre qué significa la dignidad magisterial en ese contexto. Lo primero que debo señalar, es que la dignidad magisterial viene dada, en primer lugar, por el significado social que esta profesión tiene. No se requiere de un pensamiento ni filosófico, ni científico para comprender esta situación. El más simple de los mortales sabe y reconoce la importancia del maestro, la maestra. La dignidad le viene al magisterio, porque la formación que han recibido procura dotarlos de las competencias necesarias para cumplir con tal compleja tarea, la de formar seres humanos, desde su más tierna edad. Es decir, la dignidad magisterial es consustancial con su función de enseñar. Esto tiene varias y serias complejidades.
El maestro, la maestra tiene, como profesional de la enseñanza, la responsabilidad de enseñar y enseñar bien, con calidad, vale decir, que todos los niños, niñas y jóvenes aprendan, desarrollen todas sus potencialidades y cualidades para la vida humana y su relación con su entorno. Para eso fueron a la universidad, decidieron tomar la carrera docente y, finalmente, también decidieron incorporarse al sistema educativo. El maestro, la maestra es un profesional de la enseñanza. Está para enseñar y enseñar bien. De la misma manera que un profesional de la salud, un médico, tiene la responsabilidad de aliviar los males ocasionados por las enfermedades y padecimientos que el ser humano sufre, y debe hacerlo bien, a fin de preservar la vida, también un maestro tiene la responsabilidad profesional de hacer que todos los y las estudiantes aprendan, se desarrollen para una vida digna, con sentido. Ambos son profesionales, uno para preservar la salud y el bienestar físico y emocional, el otro para desarrollar el espíritu y preparar hombres y mujeres para la vida.
El segundo aspecto al que quiero referirme es al de las condiciones de vida del maestro, en la cual el salario es uno de sus componentes. La vida de un maestro, de una maestra como ser humano, debe ser consustancial con el significado de su quehacer. Una función social digna, como la del maestro, también implica un salario digno y condiciones laborales dignas. En mi vida de estudiante cuando niño y joven tuve notables maestros: Alicia Guerra, Sora Frómeta, Jasmín Barnichta y Altagracita Bacó, el padre Palacios, madmoiselle Rosita, los profesor Casado Soler y Coradín, así como la profesora Melba; la maestra Ruth Nolasco, Patria Moreta… En la universidad los doctores Enerio Rodríguez, Tirso Mejía Ricart, José Joaquín Puello; Patín Veloz, la profe Gladys y el profesor Pancorbo, Josefina Padilla, Miguel Escala, Luis Emilio Montalvo, Leonte Brea por solo citar algunos nombres que mi memoria de 62 años me permite. En casi todos y en todas ellas reconozco la vida austera, sin lujos, más bien muy modesta, pero eso sí, eran figuras que despertaban un enorme respeto como personas y como maestros, maestras; su sola presencia evocaba dignidad a su magisterio. Y esa dignidad se cimentaba, entre otras cosas, por la admiración y el respeto que despertaban en quienes teníamos la dicha de ser sus alumnos, alumnas, y de quienes le conocían, como la propia imagen que transparentaban.
Siempre oí la expresión de una persona a quien le tuve y le sigo teniendo gran respeto: la educación no es para vivir bien, sino dignamente. Era un maestro. También tuvo y tiene aún una vida austera y modesta.
No puedo negar la importancia de ganar un salario justo, que permita encarar las necesidades fundamentales de la vida (y no solo las biológicas, sino también las del espíritu), pero la dignidad del magisterio no la da solo el salario, es la dignidad con que yo vivo mi magisterio, mi misión de enseñar. Y debo luchar por un salario justo, porque quienes son mis alumnos y alumnas, merecen un profesional dedicado a plenitud y empeñado en su desarrollo pleno. Merecen un maestro que les enseñe y les brinde oportunidades para aprender, empezando por ser modelos de seres humanos dignos..
Reitero, la dignidad no está en el salario, sino en la vida, y en lo que proyecto y hago en ella. Y esa vida digna requiere de un salario justo.