Formación Docente: Transformación Cultural o de los Esquemas Mentales o de los Esquemas Representacionales.

En el mes de enero de este mismo año, escribimos un artículo que titulamos: El tema del día: la formación docente. Como recordarán, estas reflexiones tomaron como referencia los tres artículos publicados por el Dr. Marcos Villamán acerca del tema, en un periódico de circulación nacional. El núcleo fundamental de las reflexiones de Villamán es el de la formación docente como proceso de transformación cultural. Su énfasis, la necesidad de replantear la formación, de tal manera, que sitúe al profesional de la educación en formación en la posibilidad de desarrollar una cultura alternativa a la de su propia procedencia, preservando los aspectos positivos de la misma.

Esta vez nos mueve seguir profundizando en el tema, y dándole un giro muy sutil le estamos titulando: Formación Docente: Transformación Cultural o de los Esquemas Mentales o Esquemas Representacionales. No se trata de  un juego de palabras. Al final de cuentas, todo esto va en un mismo sentido: lograr transformar las prácticas docentes y, con ello, las ideas y creencias que la sustentan, creando las condiciones para el desarrollo de una nueva cultura de actuación –de prácticas y creencias- en el ámbito educativo, y en el propio ámbito personal del docente.

Los procesos educativos formales, incluyendo el de la formación profesional (para nuestro caso, la formación docente) han partido de la idea supuesta de que a partir de la enseñanza de un conjunto de teorías explícitas, se desarrollarán procesos de cambios en los futuros docentes, posibilitando la instalación gradual de las competencias necesarias para un ejercicio ciudadano o profesional efectivo. La idea de las teorías explicitas es el fruto de la investigación científica en el campo de la psicología y la pedagogía, y otras ciencias. Las reflexiones que siguen harán solo referencia a la formación docente.

Se parte de la presunción de que las ideas adquiridas, y sobre todo aquellas sustentadas en el conocimiento científico, son capaces de generar cambios en el comportamiento de las personas, que en el caso de un profesional de la enseñanza, pueda en el aula gestionar procesos efectivos de aprendizaje. Un criterio de eficiencia que se asume, de cara al futuro profesional, es que el índice o las calificaciones con que termina la carrera y se gradúa dicho profesional, será un indicativo del grado de eficiencia esperado.

Es decir, si el docente formado domina las concepciones del aprendizaje, así como las condiciones favorecedoras del proceso de gestión, las características personales y grupales de los estudiantes, las estrategias y técnicas de aprendizaje desarrolladas por la pedagogía, este profesional deberá realizar un ejercicio profesional efectivo en el aula.

En cierto sentido, se podría argumentar, eso es “solo parte de la verdad”.

Hay muchos ejemplos de la vida cotidiana que entran en conflicto con esta idea. Por ejemplo, el profesional de la salud que le explica a su paciente de los efectos dañinos del cigarrillo o el alcohol, pero él mismo no puede desprenderse de dichas adiciones. El orientador sexual que enfatiza a los jóvenes la práctica del uso del condón, que él mismo no usa. O la persona informada sobre la necesidad de preservar el medio ambiente, que arroja vasos plásticos y otros “desperdicios” a la calle. Estamos ante situaciones donde la relación esquema de conocimiento y comportamiento no es lineal, y mucho menos, causal. Tener un conocimiento no es garantía de un accionar consecuente con el mismo.

Muchas veces nos preguntamos, ¿por qué a pesar de la formación recibida el maestro sigue utilizando, en el aula, otros métodos y estrategias de enseñanza más relacionadas con su experiencia personal y/o el influjo de “aquel buen maestro” en sus años de estudio? ¿Cómo comprender que cuatro, cinco y hasta seis años de formación profesional no han cambiado las concepciones con que el maestro llega a la universidad? ¿No son acaso nuestras concepciones personales de las cosas las que guían nuestro accionar? ¿Se corresponden estas concepciones o ideas implícitas, con las teorías estudiadas y aprendidas durante la formación profesional? La evidencia es que los cambios esperados en los procesos de formación docente no parecen “trasladarse”, tal y como se espera, al ámbito de las aulas.

A este respecto, Pozo et al (2006,2009) señalan: “…los datos de la investigación en numerosos ámbitos muestran que cambiar lo que se dice –el conocimiento explícito- no suele bastar para cambiar lo que se hace –los modelos implícitos en la acción- ni en la formación docente (por ejemplo, Atkinson y Claxton, 2000a) ni en el aprendizaje por los alumnos de materias escolares como las ciencias (Pozo y Gómez Crespo, 1998, 2002, 2005), las matemáticas (Nunes y Bryant, 1997; Pérez Echeverría y Scheuer, 2005) o incluso el arte (Jové, 2001), o en la adquisición de conocimientos procedimentales (Pozo, Monereo y Castelló, 2001; Pozo y Postigo, 2000)”. (Pág. 97).

Las evidencias que nos ofrecen estos estudios parece abrumadora, y ponen de relieve las limitaciones que entraña una educación o formación centrada en los saberes formales, en las teorías explícitas, desdeñando el peso que las creencias, o las “teorías intuitivas” tienen, o pudieran tener, al respecto. No perdamos de vista el peso que tienen los supuestos implícitos, que incluso, en muchas ocasiones “nos ponen a ver lo que queremos ver”.

Los autores antes mencionados señalan: “Se asume, de acuerdo con un modelo racionalista, que los saberes verbales, abstractos o formales son superiores a los saberes prácticos, concretos e informales, de forma que la palabra siempre guía la acción y que, por tanto, proporcionar conocimiento verbal o explícito es la mejor forma de aprender o cambiar las formas de actuar en el mundo.” (Pág. 97). Este es un supuesto implícito en todo el proceso de formación, tanto en el nivel escolar, como profesional.

De esta manera, terminamos convencidos de que si el estudiante durante su formación docente, vence los exámenes, o explica bien “la clase”, sería una buena garantía para un saber práctico concreto en el aula en la vida profesional. Bajo este supuesto, diseñamos planes de estudio, y organizamos los procesos de formación docente, centrando el mayor esfuerzo en el dominio del conocimiento sobre muchos tópicos, y solo se asignan algunas horas a las llamadas prácticas supervisadas. Si observamos los planes de formación docente, se puede verificar no solo el mayor peso del desarrollo del conocimiento teórico que el saber práctico, sino que incluso, la relación entre ambos saberes, no siempre se hacen explícita, y peor aún, suponemos que en algún momento este “clic” se hará por “generación espontánea”.

Hace ya mucho tiempo, que el insigne filósofo español Ortega y Gasset señalaba el peso que tienen las creencias en la acción humana: a las ideas llegamos, pero en las creencias nacemos. El peso que tienen las creencias en nuestras vidas, es mucho mayor de lo que pensamos, y en sentido general superior, al que pudieran tener las teorías científicas explícitas.

La supremacía de la teoría a la práctica, así como del conocimiento explícito y formal sobre lo intuitivo e implícito, en las investigaciones recientes en la psicología cognitiva, no se sostiene, por lo menos, en todas las situaciones. Se esperaría que en el campo de las ciencias y las matemáticas, prime lo formal. Hay quienes advierten, sin embargo, la necesidad de evitar en estos campos, la cosificación extrema de estos conocimientos como “verdades absolutas e inmutables”.

La pregunta pertinente sería entonces: ¿cómo transformar estas teorías implícitas, generando nuevas teorías, en la formación docente? ¿Es esto posible? Por supuesto, abordar este tema va a ser objeto del siguiente artículo, que muy pronto, espero “colgar” en nuestro blog de reflexiones: Formación docente como cambio de las teorías implícitas y/o la transformación cultural.

 

El tema del día: la formación docente.

El Dr. Marcos Villamán ha planteado la hipótesis de que la formación docente debe estar encaminada hacia un proceso de transformación cultural, bajo la premisa de que las personas que generalmente estudian el magisterio, proceden de los mismos estratos sociales que la mayoría de los y las estudiantes: de la pobreza y la exclusión social.

En sus tres artículos: La Formación Docente, Título o Cambio Cultural y Cambio Cultural e Inclusión Social, desarrolla de manera precisa y clara su idea.  En el último de estos trabajos señala a propósito:

“La inmersión formativa integral que cultiva la intensidad, el rigor, y la exposición a rutinas es un camino posible para el cambio cultural en los y las docentes. Con ella, se trata de desarrollar buenos hábitos, de generar un nuevo repertorio cultural capaz de soportar la formación-aprendizaje disciplinar y, en consecuencia, hacer productiva la futura dedicación pedagógica, la práctica docente. A través de ella es como pueden crearse esos nuevos y buenos hábitos culturales que están, a nuestro juicio, a la base de las posibilidades de éxito en el manejo disciplinar”.

Es decir, un buen maestro deberá mostrar un conjunto de actitudes y hábitos, que les permita a su vez, desarrollar competencias profesionales de calidad. En ese mismo trabajo hace alusión a una serie de “creencias” que se constituyen en una especie de telón de fondo, y que condicionan la posibilidad de una práctica educativa nueva:

“no te mates tanto, cógelo suave que tu no lo vas cambiar”;

“deja eso así, que eso ta’bien así”;

“porque sí”;

“!ay ya yo acabé, deja eso pa’ después!”.

 

¿De qué se trata? Reflexiona Villamán: de “instalar en el imaginario de los docentes, entre otras cosas: la cultura del trabajo; la cultura de la excelencia que se esfuerza por “lo bien hecho”; la pasión por conocer, en el nivel de su elección profesional; la tendencia permanente al diálogo, el razonamiento y la argumentación; el cultivo de una dimensión lúdica de calidad  y la capacidad de valorar la llamada producción cultural como un derecho ciudadano para una vida verdaderamente humana; la pasión por enseñar que hace al educador un personaje de tiempo completo, capaz de aprovechar la vida cotidiana como posibilidad.

Villamán está en lo cierto: nuestras acciones, incluso la manera cómo entendemos la realidad, está guiada por nuestras creencias. Estas son tan poderosas que en muchas ocasiones “terminamos viendo lo que queremos ver”.

El cambio de actitudes y creencias no es fácil, y mucho menos sencillo. Se requiere de generar procesos, que incluye lo organizativo, capaces de colocar al futuro docente en una perspectiva diferente a la que generalmente está acostumbrado. Perspectiva centrada en la cultura del trabajo y de la excelencia; de la pasión por conocer y por enseñar; así como la cultura del diálogo, razonamiento y argumentación; sin dejar de lado la dimensión lúdica y la producción cultural.

Una formación sólo centrada en lo disciplinar no produce cambios. Incluso, aun incorporando nuevas ideas, estas no cambian radicalmente la manera cómo hacemos las cosas, pues estas acciones están más guiadas por las creencias que por las ideas. Estas convicciones, no siempre conscientes, son las que condicionan nuestra actuación en el mundo y la realidad concreta.

En “Ideas y creencias” Ortega y Gasset hace una distinción entre las ideas y las creencias. Para él ambas son vivencias que pertenecen al mismo género (pertenecen a la esfera cognoscitiva de nuestro yo, son pensamientos). La diferencia entre una y otra, según el filósofo español, es muy sutil y tiene más que ver con la significación en la vida de la persona, su arraigo en la mente de la persona.  De esta manera, señala él, un mismo pensamiento puede ser una creencia o una idea. Y lo que sí le queda claro, es que una idea que pueda surgir de la experiencia concreta, a través de los procesos de socialización, se puede llegar a instalar en nuestra mente bajo la forma de creencia. Es importante señalar, para comprender mejor este planteamiento, que las creencias no se limitan para Ortega y Gasset ni como creencias religiosas, así como tampoco se hacen explícitas, ni llegamos a ellas como consecuencia de la actividad intelectual. Lo que sí es importante, es que son nuestras creencias con las cuales identificamos la realidad.

Sobre ese mismo tema, pero desde una perspectiva diferente, Howard Gardner en su libro “Mentes flexibles” nos plantea la importancia de las creencias en los seres humanos, desde la infancia incluso. A este respecto señala:

“Al principio de su vida, la persona desarrolla unas teorías muy sólidas sobre el mundo. Lo hace sin necesidad de una instrucción formal: podríamos decir que se trata de unas teorías naturales o “intuitivas”. Algunas son correctas (es prudente evitar los terrenos de gran desnivel o los organismos de aspecto amenazador). Otras rebosan encanto (el arco iris aparece cuando los ángeles están alegres)”. Gardner las agrupa en cuatro tipos de teorías: Teorías intuitivas sobre la materia; teorías intuitivas sobre la vida; teorías intuitivas sobre la mente; y teorías intuitivas sobre las relaciones humanas. Según él, estas teorías son universales, compartidas por niños de todo el planeta y ninguna es fácil de cambiar”.

Es importante señalar que, en sentido general, lo seres humanos hacemos todo lo posible para conciliar cualquier información discordante con nuestras creencias más arraigadas en nuestra conciencia, en muchas ocasiones preservando las mismas. Este proceso lo conocemos como “disonancia cognitiva”. Es necesario relacionar este concepto con el de “resonancia emocional”, que implica, que cuanto más emocional es el compromiso con una creencia, abandonarla resulta muy difícil.

En un estudio cualitativo que hiciera hace algunos años, al cual he hecho referencia pero no he publicado, sobre las ideas y creencias que los y las maestras tienen sobre un docente de calidad haciendo uso de la “Escala de autoanclaje de Kilpatrick y Cantril, le pedía a los y las maestras participantes que definieran lo que ellos entendían un maestro o maestra de calidad, el o la modelo que aspiraban. De igual manera, las ideas sobre el o la peor maestra, aquel o aquella que evitaban parecer. Luego en una escala de diez puntos, donde debían colocar en el 10 el modelo y en el 1 al peor, les pedía que se colocaran en qué lugar de la escalera se colocaban en ese momento, y por qué.

Lo primero que me llamó la atención fue la ausencia de referencia, al definir el modelo, de elementos relativos a los procesos de aprendizaje de sus estudiantes, como al dominio de lo enseñado. La mayoría de las opiniones se centraban en aspectos referidos al control de su comportamiento y al cumplimiento de normas: “no maltratar o tratar bien a los estudiantes”; “llevarse bien con los estudiantes”; “llegar temprano a la escuela”; “procurar no faltar a su clase”, etc.

Es decir, que en su imaginario colectivo la idea de su función docente, se encontraba más sesgada hacia lo que son condiciones de dicha función, que al ejercicio profesional de enseñanza de la misma.

La formación docente está llamada entonces a transformar este imaginario colectivo de lo que es y hace un buen docente, es decir, de transformar sus creencias en otras que posibiliten su “transformación cultural” o lo que José Ignacio Pozo llama la “conquista cultural” por parte del docente.

Los procesos de cambio mental son muy complejos y requieren de una organización (“andamiaje” diría Gardner), que de manera ordenada, sistemática y metódica permita la transformación de la práctica, es decir, la manera de “hacer las cosas”. La posibilidad de desarrollar prácticas diferentes permitirá crear condiciones propicias para el desarrollo de una nueva conciencia. Villamán diría: La inmersión formativa integral que cultiva la intensidad, el rigor, y la exposición a rutinas es un camino posible para el cambio cultural en los y las docentes.

Organización – práctica – conciencia es una dialéctica que debe estar presente en el proceso de formación docente. Sobre este tema, volveremos más adelante.