Coronavirus, confinamiento y miedo

Los días en cuarentena obligada se han hecho muy largos, y más por una vida anterior volcada hacia la calle, las oficinas, los sitios de esparcimientos, el campo, los ríos, las playas… Ha sido un cambio muy dramático en nuestras vidas.

Este proceso de confinamiento o aislamiento social “sin fin” previsto, genera incertidumbre. Ésta se hace más complicada pues enfrentamos algo que no sabemos dónde está y, mucho peor, no lo vemos. Cada día se hace más largo, como más largo el tiempo en que “volveremos” a la calle sin el temor que hoy nos embarga. Agréguele a ello lo incierto de tanta información, muchas veces contradictorias.

En mis clases de Metodología de la Investigación a los estudiantes de psicología, siempre les hago referencia a aquel hecho histórico cuando aún no se habían descubierto los microorganismos, y por supuesto, no se tenía ni idea de su existencia. Ante lo que eran las consecuencias de entrar en contacto con algunos de ellos, y verse enfrentados a enfermedades o incluso la muerte, se desarrollaban toda suerte de conjeturas acerca de lo ocurrido, desde aquellas que acuñaban explicaciones mágico-religiosas, a las que suponían toda suerte de circunstancias sin que la lógica pudiera sostenerlas.

Cuando nos enfrentamos a la realidad que vivimos hoy, matizada por la cuarentena y el obligatorio recogimiento, y sin muchas explicaciones claras, ese mundo medio desconocido de lo subjetivo se pone en guardia de una manera poco común, exacerbada y, por supuesto, con él tendremos que lidiar, aunque sabemos muy poco de él.

Las creencias mágico-religiosas nos han acompañado siempre. Las creencias, como decía Ortega y Gasset, forman parte íntima de todos nosotros, son cosas que damos por hechas, por real. No forman parte de nuestro pensamiento consciente. A las ideas llegamos, en las creencias nacemos, diría el filósofo español. Se podría agregar un poco más, las creencias son presunciones que tenemos de las cosas y de cómo ellas funcionan. En general, están condicionadas por la época y la cultura.

Las emociones, en cambio, forman parte de todo el equipamiento evolutivo que nos ha permitido la sobrevivencia como especie. Por tanto, aprender a conocerlas y manejarlas puede ser una buena estrategia para afrontar el impacto de la pandemia y sus secuelas en nosotros como personas y como sociedad. Un ejemplo de ello y con el cual esta vez me voy a detener, es el miedo.

Owen Flanagan, quien ha sido profesor de filosofía y neurobiología, señala que cuando el miedo se experimenta en una situación familiar en la que en realidad no hay nada que tener, puede tornarse en peligroso y destructivo. O incluso en situaciones como la de Puerto Plata, que gran parte de una comunidad ante el miedo al coronavirus y sus consecuencias, guiados por el llamado “Peregrino” y su promesa de eliminar el virus de todo el territorio nacional y, además, con el apoyo de autoridades locales, se lanza en procesión a la calle a lanzar una cruz al mar, bajo la creencia del “poder redentor del símbolo”.  En situaciones colectivas, de masas, los símbolos juegan una función importante y poderosa y, tengamos claro, no requieren del pensamiento crítico ni analítico.

Se sabe que el comportamiento de las masas siempre está determinado emocionalmente, de esa manera, los aspectos que compartimos las personas, como determinadas creencias religiosas o políticas, pueden ser detonadores de emociones como el miedo, el enojo, la ira o el pánico, o incluso, el sacrificio, si fuera ello necesario.

Cuando la experiencia del miedo se da ante una situación que atentaría contra la vida, puede ser adaptativo y contribuir positivamente a nuestra supervivencia. De esa manera, el miedo que pueda sentirse frente al contagio por coronavirus puede y debería conducir hacia las medidas de precaución y cuidado, adoptando las recomendaciones de aislamiento, y cuando fuera necesaria la exposición pública, al uso de mascarillas, guantes, y, ante todo, extremar la higiene. Así, el miedo cumple con una función adaptativa. Pero ese mismo miedo, en el marco del confinamiento en un hogar desestructurado con actitudes violentas y algún grado de frustración, puede conducir a la violencia extrema. De hecho, tanto a nivel nacional como internacional, se están reportando aumentos de la violencia de género en las familias, en las condiciones actuales. Así, el miedo se convierte en una emoción negativa y muy peligrosa. Sea en su valor adaptativo y de prevención para la sobrevivencia, o por el contrario, desencadenante de actitudes y acciones negativas, no olvidemos la dimensión contextual en que estos procesos se dan.

El manejo de la política pública debe considerar esta realidad compleja de pandemia producto del coronavirus, y la que, como consecuencia de factores antecedentes, se genera en el ámbito de la familia confinada. Ésta es una realidad más compleja en los sectores más pobres por las condiciones de hacinamiento en que se vive. De ninguna manera estamos diciendo que el origen de la violencia es solo el confinamiento por razones del coronavirus, aunque si es una condición que, dada su tendencia, sería lógico esperar una mayor incidencia de esta.

En este contexto deben promoverse valores y actitudes positivas que puedan ser creíbles y posibles de asumir en distintos contextos sociales y culturales. Algunas ideas, que muy bien podrías completar a partir de tu propia experiencia:

–          Promover el buen humor: nos permite relativizar las cosas, reírnos de nosotros mismos, ver las cosas de modo diferente, etc.

–          La esperanza de un porvenir mejor: nada cuesta soñar que las cosas podrán ser siempre diferentes, generando planes para hacerlo posible.

–          La unidad hace la fuerza: juntos podemos lo que ninguno por sí solo puede hacer. Fomentemos la unidad de criterios de protección física y emocional.

–          Mantener el agradecimiento en alto: seguimos y aquí estamos.

–          La solidaridad genera bienestar y agradecimiento: pensemos en lo que nos gusta que nos digan y hagan, y digámoslo y hagámoslo a los demás.

–          Fomento de la amabilidad y la ternura tanto hacia los demás como a nosotros mismos: son expansivas, nos fortalece emocionalmente, ayudan a crear lazos positivos.

–          Proyección hacia futuro: ¿cómo me gustaría ser cuando vuelva a la normalidad y qué puedo ir haciendo para lograrlo?

El miedo no nos debe hacer perder la esperanza.

Apostemos por el bienestar

Como consecuencia de la llamada pandemia por el coronavirus, la incertidumbre se nos ha colado de repente y sin aviso en la vida por muchas razones: no saber cuándo ni cómo esta situación terminará (los días y las noches transcurren como sin darnos cuenta), los riesgos a la que todos nos enfrentamos que atentan contra nuestra salud y la propia vida, agravado por la pandemia misma de la información-desinformación permanente a través de las redes sociales. Nadie escapa a esta realidad. Todos los planes y proyectos, de repente, están detenidos y sin visos de retomar su curso “normal”.

La encerrona hogareña nos encontró desprovisto de manejarnos con cierta motivación y expectativa en nuestro propio territorio. Pasado los días, crece la extrañeza y la vida fuera del hogar. Se nos van agotando las estrategias y, en muchos casos, hasta los deseos de permanecer encerrados muy a pesar de los riesgos.

La indefensión crece, y los atisbos de la melancolía, la tristeza y hasta la depresión, asoman sus rostros no agradables.

Colocarnos en la actitud de replantearnos el sentido y el significado de nuestra propia vida y la vida de todos como país, nos ayudaría a enfrentar y vencer esos rostros desagradables que nos acechan. De ahí que transformar en oportunidad la crisis, nos daría una herramienta de crecimiento y sanidad mental nada despreciable en estos momentos.

Martín Seligman y los psicólogos positivos nos proponen una estrategia que podría ser eficaz en este momento y que presupone tomar en nuestras propias manos la rienda de nuestra realidad, como pensamiento y acción de futura, como proyecto. Esta estrategia conocida con la sigla PERMA, constituye más bien un acrónimo compuesto por cinco factores, a saber:

Positive emotions (Emociones positivas).

Engagement (Compromiso).

Relationships (Relaciones positivas).

Meaning and purpose (Propósito y significado).

Accomplishment (Éxito y sentido del logro).

El primer factor, emociones positivas, hace referencias a la paz, la esperanza, la gratitud, el amor, la unidad, la compasión, la satisfacción, el placer, entre otras. Se procura que aumentemos las vivencias de tales emociones. Las redes nos están permitiendo encuentros con seres queridos, algunos con los cuales incluso a pesar de la cercanía, no nos habíamos permitido manifestar hacia ellos tales emociones. Hoy día los gestos de amor y cariño crecen entre todos nosotros.

El segundo factor, compromiso, busca desarrollar un pacto con nosotros mismos para procurarnos acciones y tareas que nos permitan afrontar la situación desde una perspectiva positiva y de cara a futuro. Ser capaces, tanto individual como colectivamente, de visualizar de manera positiva el futuro.

El tercer factor, relaciones positivas, significa ampliar y fortalecer nuestros vínculos con parientes, amigos, e incluso, compañeros de trabajos y otras personas, en el deseo compartido de vendrán mejores tiempos y nuevas oportunidades para desarrollar relaciones más profundas.

El cuarto factor, propósito y significado, implica darnos una razón poderosa de futuro, por el cual nos comprometemos asumir desde el confinamiento mismo. Proyectemos nuestra vida futura de manera positiva, asumamos una actitud de esperanza y optimismo.

El quinto factor, éxito y sentido de logro, es darnos metas posibles que puedan contribuir con nuestro propio desarrollo en términos de competencias y habilidades para la vida, vinculadas a los temas anteriores. Aprovechemos el tiempo para su desarrollo. No hablamos solo de competencias y habilidades intelectuales, sino de muchas otras que son necesarias en una vida proyectada con sentido y significado.

Se trata de aprovechar las circunstancias presentes para proyectarnos con un sentido y un significado distinto. Pensémonos como mejores personas, mejores padres y madres, mejores hijos, mejores abuelos y nietos, mejores maestros y alumnos, mejores servidores públicos, mejores ciudadanos, mejores comunicadores, mejores profesionales de la salud u otras profesiones, en fin, mejores seres humanos frente a nosotros mismos y nuestro entorno. Salgamos de esta crisis pensando, deseando y haciendo un mundo más justo e igualitario, un mundo donde recobremos el valor de la vida en todas sus manifestaciones. Salgamos con la convicción de que habrá “un cielo nuevo y una nueva tierra”, construidos por un “hombre y una mujer nueva”.

La pandemia del coronavirus y la nueva cara de la angustia: una oportunidad de reencontrarnos con nosotros mismos

El estilo de vida que se ha venido desarrollando en el marco del modelo económico que impera en nuestros países y el mundo, parece colocarse de espaldas al ser humano. La rentabilidad está por encima de la persona. Nos centramos más en alcanzar el éxito lo más rápido posible sin importar los medios. Volcada toda nuestra existencia hacia el dinero y lo que él provee en términos materiales. La búsqueda frenética del placer que producen las relaciones casuales y las compras sin sentido ni necesidad. La pérdida de lo transcendente por vivir solo en momento presente. Todo esto y otras muchas cosas nos tienen como atrapados en una vida sin mucho sentido y significado que no sea el inmediatismo de lo cotidiano.

Una vida llena de atajos nos mantiene como embelesados: queremos el éxito a toda costa y sin que ello signifique mucho esfuerzo o, por lo menos, el mínimo esfuerzo; la búsqueda del placer sin que medien compromisos permanentes ni estables, se hacen predilectos. Hechizados por alcanzar grandes logros y éxitos, aunque ello signifique el sacrificio total del bienestar personal. Algunas de estas cosas y más, que lamentable, es lo que nos impulsa y anima.

Por otro lado, hoy andamos tan deprisa en la vida, que lo esencial y transcendente de la misma, parece perdido, o por lo menos, puesto en pausa. Incluso, “las pequeñas cosas de la vida” que después añoramos se nos van sin apenas darnos cuenta, como el extasiarse ante la belleza de la naturaleza en cualquiera de sus manifestaciones: una flor o una rosa que al abrir sus pétalos nos ofrece su belleza y su perfume; el  amanecer o el atardecer de cualquier día; la sonrisa espontánea de un niño o una niña en un momento de juego o diversión; el rumor del mar cuando se avalancha contra los acantilados; el zumbido de un ave; la lluvia que cae y reverdece los parques y los campos; el cálido abrazo de una persona amiga o amada, en fin, todas esas cosas pequeñas y sencillas de la vida, parecen ausentarse paulatinamente de nuestra experiencia subjetiva.

Como nos plantea el Dalay Lama, la alegría de reunirse con un ser querido, la tristeza de perder a un amigo íntimo, la riqueza de un sueño vívido, la serenidad de un paseo por un jardín en un día de primavera, la absorción total de un estado de meditación profunda, son estas cosas, y otras parecidas, que constituyen la realidad de nuestra experiencia de la conciencia.

De este modo, acudimos a una especie de pandemia de padecimientos autodestructivos que se manifiestan en el burnout o síndrome del trabajador quemado, o incluso, los estados bipolares de depresión y euforia, tan frecuentes hoy en todos los ámbitos de la vida social. Es a lo que Byung-Chul Han, en su libro “La sociedad del cansancio” llama la autoexplotación voluntaria, producto de una sociedad marcada por el rendimiento a toda costa o, incluso, la autocoerción, como una supuesta práctica de la libertad personal. Precisamente, como decía Ignace Lepp en su obra Riesgos y Osadías del Existir: “la fuente principal del riesgo existencial no está en el determinismo, sino en la libertad”. O por lo menos, en lo que creemos que significa vivir la libertad. “La sociedad del rendimiento es una sociedad de la autoexplotación”, concluye en su obra Byung-Chul Han.

En el momento que hoy nos está tocando vivir, la época de la pandemia del coronavirus “todas estas virtudes de la sociedad que hemos construidos” está tocando fondo. Edgar Morín, el famoso pensador francés declara en una entrevista reciente: Vivimos en un mercado planetario que no ha sabido suscitar fraternidad entre los pueblos. Y nos alerta contra los peligros del darwinismo social y la destrucción del tejido público en sanidad y educación. Señala que el virus ha desenmascarado la ausencia de una auténtica conciencia planetaria de la humanidad.

La pandemia del coronavirus ha levantado la sábana de una enfermedad que ya venía desarrollándose progresivamente, aquella que se genera por una vida sin sentido y sin significado. Una especie de anomia que se manifiesta en la ausencia de una sociedad en que sus instituciones sean capaces de desarrollar en sus ciudadanos las herramientas necesarias para alcanzar sus propósitos y metas en el propio seno de su comunidad y con sentido de comunidad.

Así, de pronto, con nuestro individualismo exacerbado, nos vemos confinados a las cuatro paredes de nuestra casa y en esa soledad obligada, nos enfrentamos con nosotros mismos y nuestro ego, que no calla, que permanece activo continuamente, y parece enloquecernos, mediatizado claro está, por la civilización del ruido que hemos construido. El coronavirus nos ha enfrentado a lo que Nietzsche llama “tu más solitaria soledad”. Y es que cualquier experiencia de la conciencia, desde la más mundana a la más elevada, posee cierta coherencia y, al mismo tiempo, un alto grado de intimidad, es decir, existe siempre desde un punto de vista personal. Por ello, la experiencia de la conciencia es completamente subjetiva. Y frente a ella estamos colocados en nuestro confinamiento.

Aún lo que nos pueda decir la ciencia, con su método característico en tercera persona, como es el caso de lo que nos plantea Francis Crick (1994), premio nobel de Medicina y Fisiología en 1962 por su descubrimiento de la estructura del ADN junto a James Watson, cuando dice: “Tú, todas tus alegrías y tristezas, tus memorias y ambiciones, tu sentido de identidad personal y libre albedrío, no son más que el comportamiento de una enorme red de neuronas y sus moléculas asociadas”, pero que por sí solas no nos explican el sentido y significado que le atribuimos a toda esa experiencia consciente.

Quizás estamos ante la oportunidad de recobrar el valor del silencio y con ello, descubrirnos en la Pascua con la capacidad de discernir y decidir acerca del hombre nuevo que debe emerger de nosotros mismos.