Reflexiones sobre pandemia, cambios y nuevas perspectivas
Los libros cuentan historias.
Poco a poco, en un rito que no le tiene envidia ni a los altares ni a los santuarios, he ido recuperando una historia personal entretejida entre las voces calladas de hombres y mujeres que dejaron recuerdos, ideas, pasiones sin resolver o resueltas, todas ellas recogidas en cientos y miles de páginas conformando muchos libros. Cada libro cuenta historias propias o ajenas, que muchas veces nos envuelven y atrapan como por arte de magia. ¿Quién no se ha visto atrapado en un libro que no suelta hasta que termina? Particularmente me ha sucedido con varios. Hay quienes han desarrollado un estilo literario que nos mantiene inmerso en la trama que desarrolla.
Novelistas, poetas y ensayistas varios, como Dostoyeskis (mi preferido), Fucik, Sartre, Camus, Zweig, Asimov, Kafka, Vargas Llosa, Benedecti, García Marques, Eco, Kosinski, Bosch, Balaguer, Tahan; Buesa, Benedecti, Sánchez, Guzmán, Pereyra; Castilla del Pino, Gardner, Leahey, Fromm, Seligman, Mandela, Maslow, Pinillos, Hawking, Tolle, Maturana, Huxley, Marleau-Ponty, Platón, Aristóteles, Wolman, Küng, Lama, Lepp, Becker, Heisenberg, Frankl, Moscoso Puello, Zaglul… y una larga lista de voces que cuentan, cantan y exponen ideas, y que están presentes delante de mí. Unas se mantienen aún escritas en papel, otras han aprendido a permanecer en la maraña de las redes y se nos muestran en las Tablet, los celulares y los ordenadores. Con ambos vivo en una suerte de “acuerdo” implícito y bajo la aceptación de que los tiempos van cambiando y con ello la manera cómo nos relacionamos con nosotros mismos y con los demás, a través de sus voces escritas. He aprendido a vincularme con este último sin que ello signifique el desprecio de lo anterior, al que todavía me atan muchas circunstancias.
He ido organizando esas voces que hace tiempo reposan en estanterías llenas de polvo y que hoy empiezan a lucir distintas y frescas. El confinamiento, a través de ellos, me ha puesto de nuevo en contacto conmigo mismo, con parte de mi vida y mi historia. Los libros cuentan historia y enlazan nuestra propia vida en otras historias. Cuando ellos no existían las historias, las poesías y las ideas contaban con el vehículo de la voz. Hace miles de años esas voces empezaron a perder los matices de la improvisación y la memoria, y empezaron a dejar huellas más permanentes en el papel impreso y hoy en el entramado de la web.
Los libros, sin importar su formato, hablan, susurran cosas. Recogen la vida humana en muchas de sus manifestaciones. Quizás por eso han sido tan amados por unos, al mismo tiempo que tan odiados, por otros. No es de otra manera que es posible comprender cómo la imposición de una cultura sobre otra, de un pueblo sobre otro pueblo, empieza por evaporar la historia del sojuzgado en la pira ardiente de sus historias escritas.
La distópica novela del escritor estadounidense Ray Bradbury, Fahrenheit 451, publicada en el 1953, es un ejemplo de ello. Se trata de una sociedad del futuro en que los libros están prohibidos y un escuadrón de bomberos tiene la misión de llevar a la hoguera cuantos aparezcan. Quienes se dan cuenta de lo que ello significa se dan a la tarea, entonces, de memorizar y compartir las mejores obras literarias escritas, es un esfuerzo por mantener su legado histórico. Francois Truffaut en el 1966 lo llevó al cine en una extraordinaria película con el mismo nombre, si mal no recuerdo. Esta obra de arte motivó muchos encuentros (cinefórum) para su discusión e interpretación.
Los libros y los libreros, históricamente, siempre han sido o amados u odiados. En una época de nuestra historia reciente, los libros y quienes los portaban, eran considerados como sujetos de dudosa reputación. No fue una ni dos veces que personalmente fui detenido en las calles de Santo Domingo, hace ya unos años, para preguntarme que libro era ése que llevaba en la mano. Los libros eran entonces como armas de fuego. Fueron “historias pasadas”, hoy por el contrario, un libro en las manos es como algo anticuado y pasado de moda.
A pesar del axioma que muchos enarbolan de que los libros no se prestan, en el camino he perdido muchos y, en algunos casos, importantes obras que no he podido recuperar. Un extraordinario amigo, de esos que son especímenes raros, me llama un día para que nos encontráramos. Para sorpresa mía, me hace un regalo todo envuelto, se trataba de uno de esos libros que había prestado y “extraviado”. En una de sus andanzas por la Mella con Duarte, donde había un vendedor de libros usados, vio ese título, y como él me dijo, “se parecía a ti”. ¡Oh sorpresa! En la tercera página se encuentra con mi nombre. Por supuesto, ya tenía otro nombre y que por razones obvias no identifico, pero que permanece en su primera página. Esa es una historia que difícilmente se puede olvidar. “El buen hijo a su casa vuelve”.
Soy de los maestros, como me han dicho más de un o una estudiante, que cada encuentro en el aula (hoy virtual) de algún autor y su obra le hago referencia y les hago colocar en una lista “que espero algún día” se animen a leer. Por supuesto, disfruto mucho cuando son ellos que me recomiendan alguna obra que está leyendo. No creo que pueda abandonar esa costumbre, más bien me siento en la obligación casi moral de reiterarla.
Tengo una relación especial y, se diría, que hasta de cariños con algunos libros. Son obras que abro en alguna de sus páginas, vuelvo hacia atrás o hacia adelante, buscando anotaciones o subrayados anteriores y, más de una vez, anoto o subrayo otras nuevas que de pronto emergen ante mí. Algunas obras, como la novela En el nombre de la rosa de Umberto Eco, las he leído varias veces y procuro que sea de una edición distinta, cada vez. A propósito, es una historia que teje su trama alrededor de un libro de Aristóteles.
No puedo obviar que nací en un hogar donde la lectura era parte de la vida. Siempre vi a mi madre leer por las tardes, cuando descansaba del “trabajo doméstico”, así como a mi padre cuando terminaba sus labores en el taller de ebanistería que era de su propiedad.
Quizás mi único interés de escribir estas breves líneas es el deseo de reafirmar mi aprecio por la lectura. Es posible que vuelva más adelante sobre este mismo tema.