Carlos y Andaluz

I
Su actitud de llanto y congoja frente al sepulcro de su madre, contrastaba con la de su hermana: adusta, fría, sin más expresión que el silencio.

María y Andaluz procedían de una familia adinerada de la ciudad que, por decisión de su abuela materna habían sido educadas en colegios diferentes, como expresión de su férreo deseo de ver colmado el sueño de una religiosa en la familia. María en un colegio mixto y Andaluz, en el Internado de la Congregación Religiosa Hermanas Salesas, de las de San Francisco de Sales.
– Nunca pensé que mamá moriría de esa manea –susurro Andaluz – sola, abatida por el cansancio y el desamor.
– ¿Por qué te extrañas? – comentó María – ¿Dónde estuviste todo este tiempo? Hablas como una persona ajena. Mamá tuvo que hacer frente a todo, desde que papá se fue aquel día. A veces siento que…
– ¿Tenía él otra opción? Fue lo único que Andaluz dijo a María desde el entierro de su madre hasta pasadas dos semanas.

II
La imponente Mansión de madera centenaria y ladrillo, de paredes pintadas en blanco, con pisos de cerámica española, y un hermoso patio español en el centro mismo de la casa, se encuentra ubicada al fondo de la calle empedrada de la vieja zona colonial.

Una ciudad bañada por las aguas tibias de un mar que acoge y emociona, que envilece con todas sus tonalidades verde – azules inimaginables. En sus días calmos, de los finales de año, sus aguas se asemejan a un inmenso tapiz verdeazuloso, adornado con el titilar de los rayos del sol al acariciarlo.

Sus muros blancos, cargados por trinitarias rojas, amarillas, blancas y moradas, lucían como el fondo de un cuadro colonial, evocador de tiempos idos pero siempre presentes. Por encima de las trinitarias se podía observar el níspero, frondoso árbol, cargado de la dulce y no menos exquisita fruta. Su aroma dulzón, embriagaba al caminante, que por la vereda de la hermosa casa cruzara sin prisa.

III
Carlos, a solo tres casas hacia el lado sur de la vieja Mansión, vivía con sus padres y dos hermanas menores que él. Estudiante de Medicina y joven apuesto. Siempre mostró su mejor sonrisa y gestos de cariño para Andaluz. Ésta, que conocía muy bien de los sentimientos de Carlos… le sonría y miraba de reojos.

Él, hijo de comerciantes importadores de tela fina y ropa interior femenina, siempre dio muestra de su exquisita educación familiar. Atento, gentil, caballeroso. Con su entrada a la vida universitaria, ideas liberales sobre la vida y las relaciones de pareja, eran su plato de sobremesa en cualquier conversación. Percibía al mundo de hoy como una gran posibilidad desarrollo y de hacerse de un buen dinero.
– Hola Andaluz, hoy luces más bella que nunca – dijo Carlos ante el encuentro inesperado con el amor de sus sueños.
– Hoy no me encuentro de humor… – solo supo decir Andaluz.
– Te comprendo amiga mía. Aún es muy reciente…

Carlos quedó perplejo al percatarse de que de los ojos de Andaluz brotaban dos lágrimas que adornaban sus rosadas mejillas, sentía que la emoción le embargaba. Sorprendido ante la inesperada situación, no supo que hacer, limitándose a exclamar: – Lo siento… no quería…
– Mi madre murió – llegó a decir Andaluz con su voz entrecortada – y aún no había podido llorar.

De pronto Carlos encontró sobre sus hombros el suave rostro humedecido de Andaluz. Sintió sus tenues sollozos… y despertó.

IV
Nunca había entendido por qué, pero los días de lluvia siempre le dejaban un dejo de tristeza. Y ese día, la lluvia no ceso. Tras la ventana de cristal, la veía caer incesante y pausada… tenue. Pasó mucho tiempo, sin que el tiempo pasara, mirando el agua correr por los contenes de la calle. Se arrastraba continuamente, y con ella, todo cuanto encontraba a su paso. Cerraba sus hermosos ojos negros, y al abrirlos, aún la lluvia persistía.

– ¿Y a ti qué te pasa? Le oyó decir
a María, que acababa de levantarse de dormir la siesta.
– Nada, es solo que… tú sabes… la
lluvia.
– Si, si, si… Terminó diciendo María.
– No sé cuando te atreverás decirle cuanto lo quieres… A él se le sale la babita cuanto te ve. Métele mano, mana. Después no te quejes si alguien llega primero.

María siempre se mostró más liberal y decidida, cuando se trataba de amores y de varones.
V
Ciertamente que aquel sueño era ya una obsesión. Carlos no lograba detener ese sueño reiterado, de sentir a Andaluz entre sus brazos. Taciturno, sus silencios se prolongaban más de lo debido.
– Si no hablo con ella me voy a volver loco. ¡Es tan dulce y hermosa!

Para él las noches se hacían largas, y sólo era compensado por el objeto de su sueño: Andaluz.

– ¿Qué te pasa muchacho? Todos estos días pareces un zombi. ¿Qué fue lo que te pico?
Exclamaba ya la madre preocupada por el hijo que parecía ensimismado continuamente en su pensamiento.
– Na´Mamá, no pasa na… Es que si solo…
– ¡Carlos te estaba buscando!…

Aquella voz dulce, suave y tenue, le enrojeció el rostro. No lo podía evitar y cada vez le sucedía más a menudo. Era Andaluz. Apareció de la nada. Como traída por su pensamiento y sus deseos.

Ése día sonreía y estaba más hermosa que nunca. Así lo sentía Carlos.

– Hola doña María, no la había visto.
– Hola Andaluz, ¿cómo te sientes? Exclamó la madre de Carlos,
mientras sonreía al ver la cara del hijo, sonrojada, sorprendida… Andaluz le caía muy bien, era una muchachita seria, de buen corazón y estudiosa.

– Quiero ir al cine, ¿vienes conmigo? No quiero ir sola.
– ¿Qué quieres ver?
Balbuceo Carlos sin todavía salir del asombro por la presencia inesperada del amor de sus sueños.

– No sé, es que estoy tan cansada de estudiar que quiero distraerme un poco.
– ¿Cuál película están dando? ¿A qué cine vamos? ¿A qué hora?

VI
A las ocho de la noche, tal y como habían quedado, Carlos fue a casa de Andaluz.

Caminaban muy cerca uno del otro, tanto, que sus dedos se rozaban… Andaluz sonreía y dejó que su cabeza se inclinara y se recostara sobre el hombro de Carlos, mientras su brazo bordeó la cintura de quien, hasta hoy, fue su mejor amigo.

Carlos, sorprendido, dejó que su mano izquierda se posara como mariposa en la cintura de Andaluz, y sonrió…

24 de abril, y una bochornosa invasión.

El silencio nos abrumaba a todos. El día se hacía tenso. Todos en expectativa. Estábamos ya acostumbrados al tableteo de las ametralladoras San Cristóbal o el disparo impactante del fusil. Nuestros cuerpos presentían lo peor. No había dudas de que algo siniestro acontecía %u201Callá afuera%u201D. Todos metidos dentro de la %u201Cbarricada%u201D, que con tablones de madera, papá había improvisado en lo que era %u201Cmi habitación%u201D. Único espacio en toda la casa que tenía tres paredes de blocks. Nos sentíamos todos protegidos de las balas que traspasaban el zinc o las paredes de madera de nuestra casa, situada en la calle Camino Chiquito No. 33. Hacía muy poco tiempo que papá, junto a algunos de los vecinos habían asumido la responsabilidad y compromiso de dar sepultura a aquellos dos jóvenes, que en la huída despavorida habían dejado sus compañeros de lucha, cuando la avanzada %u201Coperación limpieza%u201D venía barriendo calles y callejones, en búsca de combatientes.

Cada día se vivía como el último. Ya nos habíamos acostumbrados a permanecer dentro de la casa, y apenas, asomar la cabeza intentando buscar un atisbo de información visual que nos permitiera calmar los nervios. Las tareas del funcionamiento de la %u201Cbarricada%u201D estaba organizado. Yo era el encargado de mantener un termo de té de hojas de limoncillo, que crecían en el patio de la casa y que generalmente acompañábamos con «masita» o alguna galleta. De vez en cuando todos sentados contra la pared nos dedicábamos a hacer cuentos, con tal de que el tiempo transcurriera sin darnos cuenta. Mamá, en su estoicismo, solo nos miraba.

Desde aquella tarde del 24 de abril todo había cambiado en nuestras vidas, y en las vidas de todos nuestros vecinos. Entre nuestra casa y la de al lado, donde vivía la familia Olivier González, solo había una hoja de zinc que bastaba con empujarla para pasar de un lado hacia el otro. Los platos de comida y otros menesteres, traspasaban constantemente en un compartir continuo entre dos familias, que más que vecinos, éramos como hermanos y hermanas. Todavía hoy todos recordamos muchas anécdotas de ése y otros tiempos, que nos hicieron %u201Cvecinos-amigos-hermanos%u201D. Mientras en nuestra casa la mayor parte del patio era %u201Cun inmenso%u201D taller de ebanistería, conocido formalmente como Santo Tomás, y que traspasaba la cuadra entre la Camino Chiquito y la Profesor Amiama Gómez, algunos deliciosos frutos se convertían en manjares exquisitos: Guayaba injerta, jobos, cocos, mangos, y alguna que otra fruta más. De igual manera, el patio de la casa de Don Chichí y doña Tará, nuestros vecinos-amigos-hermanos, también muy grande, estaba repleto de matas de plátano, guineos y café, así como una %u201Cenorme%u201D mata de guanábana para el deleite de todos nosotros. Mi padre un artista de la madera, don Chichí Olivier un artista de la música: saxofonista y flautista exquisito. Lo recuerdo vestido de blanco, con su cabeza blanca, y todo el resto de la orquesta de negro. Él parecía ser el centro de todo aquello. Y así era. Todos los lunes, lo recuerdo como ayer, sus compañeros de trabajo, músicos todos, con sus instrumentos a cuestas, llegaban a su casa, su hogar y las horas transcurrían entre la música, y una riquísima %u201Cpata de vaca%u201D, con mucha yuca y arroz blanco. Como era de esperarse, el plato de pata de vaca también formaba parte ese día de la comida de mi casa.

Ese pedazo de barrio de Villa Juana era muy especial, como lo erán las familias que allí vivían. Porque así era, cuando nos referíamos a una de esas casas era con el nombre familiar: los Olivier, los Valeirones, los Cantizanos, los Di Carlo, los Goodrich, los Avejitas (ése no era un apellido, aunque sí un apodo), los Heredia, los Mieses, los Mota (Manuel Mota y los hermanos Alou eran una gran atracción en el barrio, sobre todo de nosotros los muchachos que jugábamos a la pelota en la calle, y que ellos, de vez en cuando %u201Cnos daban clínica%u201D), los Alegría, los Salcedos, los Cabral, los Robledo, los Tactuks, y así otras familias que adornaban la José de Jesús Ravelo, la Camino Chiquito y la Marcos Adón. No había manera de pasar desapercibido, pues muchas veces cuando andábamos correteando por las calles y patios, siempre había un comentario como %u201Cqué hace el hijo de don Julio o Doña Ofelia por aquí%u201D. Todos estábamos fichados y bajo el escrutinio de los vecinos.

Pero mi historia es otra, a la que a ella vuelvo. El día o la tarde, eso ni lo recuerdo bien, no era un día cualquiera. La tensa calma, no calmaba nuestro ánimo. Por lo contrario%u2026 dos días antes, veíamos helicópteros transportando jeep, cajas y muchas otras cargas, que %u201Cparecían venir de San Isidro%u201D, donde estaba y sigue estando aún, el campamento de la Fuerza Aérea (conocido entonces como el CEFA), hacia la Intendencia y Transportación, donde estaban hombres pertenecientes al Ejército Nacional. Día y noche, el volar de los helicópteros se había convertido en la razón de mirar hacia el cielo y la sensación de que %u201Calgo grande va a venir%u201D.

En un momento me asomé a la puerta de la casa, y ahí estabán estos tipos, con la cara pintada de verde y negro, y unos uniformes militares extraños, cargados de granadas, peines de balas, y un fúsil que no había visto antes. Su mirada me heló profundamente. No hay dudas, me intimidó.

-¿Quiénes son estos tipos? ¿De dónde llegaron? La invasión estaba consumada. En su inglés hiriente, nos despojaban de nuestra dignidad, y ya carecíamos, incluso, de nuestro derecho de %u201Cmirar hacia afuera%u201D. 28 de abril de 1965, se convirtió en un día angustioso, temible. La Guerra de Abril se convirtió en una Guerra Patria. Por segunda vez, en un siglo, la República Dominicana se ve invadida por las tropas de los Estados Unidos. Solo que esta vez, los gobiernos de un grupo de países se prestaron a «adornar el rostro de la intervención», formando lo que eufemísticamente llamaron «la fuerza de paz». 

Poco a poco fueron llegando los %u201Chombres del Ejército Nacional%u201D, casi como custodiados por el ejército invasor. No olvido cuando entraron a nuestra casa, y la requisa se hizo larga y tensa. Peor, cuando al abrir una gaveta de mi %u201Cmesita de noche%u201D se encontraron con la %u201Cpistola 45%u201D, de un plástico verde oscuro, y que uno de los militares tomó en sus manos y dijo: %u201Ccon esto se puede hacer un disparo%u201D. Fue la última vez que la ví.

A lo lejos, se continuaba oyendo el tableteo de ametralladora o disparo intenso del fúsil. La vida de todos cambió para siempre. La vida del barrio, otrora lleno de la candidez y dulzura con que las familias de entonces vivían, quedó transformada. Nuestra alma, quedó mancillada.

Unas extrañas barricadas, llenas de «alambres de púa», como una cicatriz, atravesaron toda la ciudad partiéndola en dos. La bochornosa invasión era una realidad. 

Sepultura de dos jóvenes revolucionarios. 1965.

Apenas había salido el sol, aunque aún se mantenía una fina lluvia que cubría los improvisados ataúdes de los dos jóvenes revolucionarios muertos por las tropas del Ejército Nacional, junto a las del Yanki invasor, cuando la parte alta de la ciudad era testigo de la llamada “operación limpieza”.
El silencio abrumador, interrumpido solo por el tableteo de las ametralladoras o del disparo de fusil, resonaba en todos los rincones del barrio de Villa Juana. Era un día diferente a todos los días de mi vieja barriada.
En la tarde del día anterior, dos jóvenes habían encontrado el fin de sus vidas, e inertes sus cuerpos reposaban entre la yerba y los escombros del solar de forma triangular situado entre las calles Camino Chiquito, José de Jesús Ravelo y Marcos Adón. Ambos cuerpos habían sido depositados por otros “jóvenes revolucionarios” que huían despavoridos ante el eminente avance de las tropas “contra-revolucionarias”.
Mi padre, quien se había negado a dejar solo su Taller de Ebanistería Santo Tomás de Aquino, situado en la Camino Chiquito No. 33, asumió la responsabilidad de construir dos ataúdes, como morada última y “cristiana sepultara” de estos dos jóvenes desconocidos. Otros vecinos se dispusieron a cavar las dos tumbas, entre el asombro y el miedo que a todos los testigos de esa tragedia, nos embargaba.
-¡Cuidado!
Se oyó una voz cuando el zumbido de una bala rompía el silencio y entonaba su canto sepulcral por encima de las cabezas de los allí presentes. El entierro se vio interrumpido por varias horas cuando la balacera se hizo más intensa.
Otro “joven revolucionario”, de unos 20 años, con su fusil máuser recostado en su hombro derecho, y a escondidas por el muro del callejón de enfrente, ripostaba con varios disparos hacia el lado oeste de la calle José de Jesús Ravelo. La intensa respuesta recibida no le dejó otra alternativa que seguir desplazándose en dirección este.
En ese momento de mi vida, con mis 15 años a cuestas, no comprendía todo el trasfondo de lo que acontecía en el país. Más tarde sí pude comprender, que este enfrentamiento “cívico-militar” entre dominicanos y dominicanas, acaba por convertirse en una “Guerra Patria” contra las tropas invasoras de los Estado Unidos de Norteamérica, aquellos países latinoamericanos que se prestaron a darle legitimidad, y al grupo de militares dominicanos que se opusieron a la “vuelta de la constitucionalidad del 63”.
Mi padre, siempre taciturno, un hombre de pocas palabras, pero sí de acción, esperó la quietud de la mañana para, junto a otros vecinos, dar entierro al cuerpo de dos jóvenes dominicanos que habían ofrendado sus vidas, luchando por un ideal.
Por un buen tiempo, las dos cruces de maderas colocadas encima del promontorio de tierra, fueron la expresión más completa de lo que significa llevar hasta las últimas consecuencias el compromiso por una idea. Ambos encontraron en el fusil, la respuesta a la razón de sus propias vidas.
No hubo despedidas ni discurso ante las tumbas, tampoco el llanto y las lágrimas de una madre y un padre desconsolado, como tampoco de parientes y amigos íntimos, ¡nadie!; nadie que en su legítimo duelo, dijera una palabra de recuerdo, de despedida, solo los rostros silentes de quienes quisieron depositar, y así lo hicieron, en sus tumbas improvisadas, la tierra ensangrentada y mancillada de aquel abril, imposible de borrar.
El tiempo “borró las tumbas” y sus recuerdos. Demasiadas muertes que llorar, además de las ironías de la vida, en ese mismo lugar se construyó el edificio de una empresa llamada Laco. Hace poco tiempo que me llegaron las señas de aquellos dos jóvenes: uno llevaba los apellidos Ledesma Colón y el otro era Ángel Reyes, conocido como “tres patines”. Aunque por mucho tiempo ignoré la suerte de los cuerpos de estos dos jóvenes, y si los mismos fueron inhumados y trasladados a su campo santo y reposo eterno.
Mucho tiempo después, y confirmada la información por la misma persona que construyó el edificio, el cuerpo de Ángel Reyes aún continúa en su “tumba improvisada”.
Finalmente, en la memoria de algunos de los que estuvimos presentes allí siendo adolescentes, aún perdura el recuerdo de aquella tarde y madrugada del 65, bajo la tenue lluvia que cubría “la ciudad” como un llanto materno, colocando flores y encendiendo velas, por la memoria de quienes dijeron ¡presente!, cuando las circunstancias así se lo demandaron.