La pandemia del coronavirus y la nueva cara de la angustia: una oportunidad de reencontrarnos con nosotros mismos

El estilo de vida que se ha venido desarrollando en el marco del modelo económico que impera en nuestros países y el mundo, parece colocarse de espaldas al ser humano. La rentabilidad está por encima de la persona. Nos centramos más en alcanzar el éxito lo más rápido posible sin importar los medios. Volcada toda nuestra existencia hacia el dinero y lo que él provee en términos materiales. La búsqueda frenética del placer que producen las relaciones casuales y las compras sin sentido ni necesidad. La pérdida de lo transcendente por vivir solo en momento presente. Todo esto y otras muchas cosas nos tienen como atrapados en una vida sin mucho sentido y significado que no sea el inmediatismo de lo cotidiano.

Una vida llena de atajos nos mantiene como embelesados: queremos el éxito a toda costa y sin que ello signifique mucho esfuerzo o, por lo menos, el mínimo esfuerzo; la búsqueda del placer sin que medien compromisos permanentes ni estables, se hacen predilectos. Hechizados por alcanzar grandes logros y éxitos, aunque ello signifique el sacrificio total del bienestar personal. Algunas de estas cosas y más, que lamentable, es lo que nos impulsa y anima.

Por otro lado, hoy andamos tan deprisa en la vida, que lo esencial y transcendente de la misma, parece perdido, o por lo menos, puesto en pausa. Incluso, “las pequeñas cosas de la vida” que después añoramos se nos van sin apenas darnos cuenta, como el extasiarse ante la belleza de la naturaleza en cualquiera de sus manifestaciones: una flor o una rosa que al abrir sus pétalos nos ofrece su belleza y su perfume; el  amanecer o el atardecer de cualquier día; la sonrisa espontánea de un niño o una niña en un momento de juego o diversión; el rumor del mar cuando se avalancha contra los acantilados; el zumbido de un ave; la lluvia que cae y reverdece los parques y los campos; el cálido abrazo de una persona amiga o amada, en fin, todas esas cosas pequeñas y sencillas de la vida, parecen ausentarse paulatinamente de nuestra experiencia subjetiva.

Como nos plantea el Dalay Lama, la alegría de reunirse con un ser querido, la tristeza de perder a un amigo íntimo, la riqueza de un sueño vívido, la serenidad de un paseo por un jardín en un día de primavera, la absorción total de un estado de meditación profunda, son estas cosas, y otras parecidas, que constituyen la realidad de nuestra experiencia de la conciencia.

De este modo, acudimos a una especie de pandemia de padecimientos autodestructivos que se manifiestan en el burnout o síndrome del trabajador quemado, o incluso, los estados bipolares de depresión y euforia, tan frecuentes hoy en todos los ámbitos de la vida social. Es a lo que Byung-Chul Han, en su libro “La sociedad del cansancio” llama la autoexplotación voluntaria, producto de una sociedad marcada por el rendimiento a toda costa o, incluso, la autocoerción, como una supuesta práctica de la libertad personal. Precisamente, como decía Ignace Lepp en su obra Riesgos y Osadías del Existir: “la fuente principal del riesgo existencial no está en el determinismo, sino en la libertad”. O por lo menos, en lo que creemos que significa vivir la libertad. “La sociedad del rendimiento es una sociedad de la autoexplotación”, concluye en su obra Byung-Chul Han.

En el momento que hoy nos está tocando vivir, la época de la pandemia del coronavirus “todas estas virtudes de la sociedad que hemos construidos” está tocando fondo. Edgar Morín, el famoso pensador francés declara en una entrevista reciente: Vivimos en un mercado planetario que no ha sabido suscitar fraternidad entre los pueblos. Y nos alerta contra los peligros del darwinismo social y la destrucción del tejido público en sanidad y educación. Señala que el virus ha desenmascarado la ausencia de una auténtica conciencia planetaria de la humanidad.

La pandemia del coronavirus ha levantado la sábana de una enfermedad que ya venía desarrollándose progresivamente, aquella que se genera por una vida sin sentido y sin significado. Una especie de anomia que se manifiesta en la ausencia de una sociedad en que sus instituciones sean capaces de desarrollar en sus ciudadanos las herramientas necesarias para alcanzar sus propósitos y metas en el propio seno de su comunidad y con sentido de comunidad.

Así, de pronto, con nuestro individualismo exacerbado, nos vemos confinados a las cuatro paredes de nuestra casa y en esa soledad obligada, nos enfrentamos con nosotros mismos y nuestro ego, que no calla, que permanece activo continuamente, y parece enloquecernos, mediatizado claro está, por la civilización del ruido que hemos construido. El coronavirus nos ha enfrentado a lo que Nietzsche llama “tu más solitaria soledad”. Y es que cualquier experiencia de la conciencia, desde la más mundana a la más elevada, posee cierta coherencia y, al mismo tiempo, un alto grado de intimidad, es decir, existe siempre desde un punto de vista personal. Por ello, la experiencia de la conciencia es completamente subjetiva. Y frente a ella estamos colocados en nuestro confinamiento.

Aún lo que nos pueda decir la ciencia, con su método característico en tercera persona, como es el caso de lo que nos plantea Francis Crick (1994), premio nobel de Medicina y Fisiología en 1962 por su descubrimiento de la estructura del ADN junto a James Watson, cuando dice: “Tú, todas tus alegrías y tristezas, tus memorias y ambiciones, tu sentido de identidad personal y libre albedrío, no son más que el comportamiento de una enorme red de neuronas y sus moléculas asociadas”, pero que por sí solas no nos explican el sentido y significado que le atribuimos a toda esa experiencia consciente.

Quizás estamos ante la oportunidad de recobrar el valor del silencio y con ello, descubrirnos en la Pascua con la capacidad de discernir y decidir acerca del hombre nuevo que debe emerger de nosotros mismos.

Reflexionando en condiciones de confinamiento

El famoso virus “coronavirus” nos ha obligado a refugiarnos en nuestros hogares. Al mismo tiempo nos ha mostrado lo frágil que es nuestra vida, así como todo el andamiaje social que hemos creado. Todo se tambalea. Las cuestiones sociales, las políticas, las estructuras económicas, de salud, educativas, en fin, todo cuanto creíamos cierto hasta hace apenas unos días, ha entrado de pronto en lo incierto. Mientras más leo las conjeturas de los llamados conocedores de estos asuntos, más me convenzo la gran ignorancia que aún nos arropa a todos. Todo cuanto se dice son conjeturas, pareceres, ideas, que intentan acercarse a la situación que nos tiene a todos atados de manos y pies. Hasta el momento, solo llevamos números, estadísticas y con ello, crece la incertidumbre.

Los “enormes avances” de los cuales hemos sido testigos en las últimas décadas en el ámbito del conocimiento y la tecnología, y que en apariencia no tiene límites generando grandes preocupaciones y debates en el ámbito de la ética, hubiera más que asombrado a los seres humanos de siglos anteriores. Como consecuencia hoy admitimos como naturales y parte de la cotidianidad cuestiones ayer tan inverosímiles como los viajes a la Luna, los envíos de satélites al espacio exterior, la invención de la nanotecnología, la realidad ampliada, los trasplantes de órganos, la construcción de puentes y estructuras que nos podían parecer imposible (aunque ya sabíamos de las pirámides del sol y la luna en Teotihuacan, así como las de Guiza en Egipto, y las enormes proezas del pueblo Inca en esa y otras materias). Esa creciente sensación colectiva de creernos verdaderos amos y señores de la realidad material contrasta con el escepticismo y la desconfianza hacia el mundo subjetivo. A pesar de los aportes de Sigmund Freud sobre la vida inconsciente, y las reflexiones mismas de Erich Fromm acerca del inconsciente colectivo, pasando por la reivindicación de la vida subjetiva de la psicología fenomenológica, por solo citar algunos ejemplos, preferimos asirnos “a los que sentíamos seguro”, el manejo de una realidad observable, medible y cuantificable.

En este preciso momento estamos viviendo una situación particularmente compleja, pues hasta el momento, más que certezas y a pesar de la acumulación histórica de vastos conocimientos en el ámbito de las ciencias naturales, nos enfrentamos a una realidad que nos genera no menos grandes incertidumbres en otros ámbitos de la vida: la del espíritu y la propia subjetividad.

Con la irrupción de las redes sociales, en las que millones de personas de todas partes del mundo están permanentemente interconectadas, y en las que todos nos sentimos dueños y señores de nuestras ideas y opiniones, como de su divulgación en un ejercicio de la “libertad de expresión”, con independencia de la veracidad o no de dichas ideas y opiniones, se ha ido generando en el alma de muchas personas los efectos de la “pandemia de las redes sociales” o la “pandemia de la sobresaturación de la información”.

En su buena fe, hay muchas personas que creen tener, sino la cura, algún paliativo para enfrentarse mejor a los efectos del virus. Muchas otras, posiblemente solo disfrutan del show, el escándalo y la morbosidad. Crecen las opciones de humor, que nos hacen reír, en algunos casos a carcajadas. Las redes están repletas de todo, y me recuerda aquella “serie” de los años sesenta, “La ciudad desnuda”, y que tenía el siguiente estribillo: “Hay ocho millones de historias en la ciudad desnuda y esta ha sido solo una de ellas”. No es que sea muy viejo, solo que he vivido muchos años, me dirían algunos de mis estudiantes.

Otro importante grupo de ciudadanos conectados, nos están ofreciendo sus reflexiones e ideas, desde ámbitos muy diversas, la economía, la política, la psicología, la educación, la ética o bioética. El esfuerzo es grande y en todos ellos, de igual manera, lo único cierto es la incertidumbre. En sentido general, todos nos alertan de las posibles consecuencias de continuar por un tiempo indeterminado, la actual situación. Este debate seguirá profundizándose en la medida que la pandemia se amplié y continúe ampliando su ámbito de acción y prolongación misma en el tiempo.

Lo cierto es que esta crisis, en principio de naturaleza epidemiológica, ha puesto de manifiesto un problema para el que no estábamos preparados: el confinamiento y el distanciamiento social. En esas circunstancias crece el descreimiento, nos abandonan las certezas, nos atrapan las dudas y con ello, nuestras vidas se tambalean. En ese ámbito, no son muchas las respuestas y más complicado aún, cada persona vive de manera muy particular y subjetiva esta realidad. La vivencia interna del confinamiento y la soledad nos tiene como sin sitio. Hoy estamos de frente con nuestro propio yo interno, subjetivo, y por lo demás, casi incontrolable.

Quizás es un buen momento para buscar respuestas en el ámbito del significado y el sentido de la vida.

En estos días me encontré con una obra, un libro, que leí en mi adolescencia, y debo admitir que me impactó entonces. Me dejó huellas. Se trata de “Riesgos y osadías del existir” de Ignace Lepp. John Robert Lepp, según Wikipedia, nació el 24 de octubre de 1909. Hijo de un capitán naval, nació a bordo de un barco en el Mar Báltico, y donde creció junto a su hermano hasta los cinco años bajo el cuidado de su madre. Fue teólogo, psicólogo y psicoanalista. Perteneció a la Compañía de Jesús y murió relativamente joven a los 56 años.

Desde el mismo primer párrafo del prólogo de la obra mencionada, hace referencia a la necesidad de recuperar ese sentido y significado de la vida. Haciendo referencia al mundo de hoy (1967, año en que escribió esta obra) y al hombre inmerso en él, decía: al hombre, “el mundo le oprime con todo el peso de su materia y su energía. El hombre se siente cada vez menos señor del orbe”. En esa situación estábamos llamados a plantearnos el sentido de nuestra existencia.

Hoy, ese pequeño y microscópico organismo llamado coronavirus nos coloca ante la fragilidad de nuestra propia existencia, como frágil lucen todas esas cosas que nos proporcionaban certezas.

Se dice que el postcoronavirus nos traerá un mundo distinto. ¿Distinto en qué? ¿Qué cambiará? ¿Qué nuevas maneras de relacionarnos emergerán?

Tanto Henry Kissinger (el exsecretario estadounidense y actor clave del actual orden mundial) como Gordon Brown (ex primer ministro británico), ambos miembros de un selecto grupo de personalidades que encabeza la Reina Isabel II, conocido como Pilgrims Society, hablan de la necesidad de la instauración de un nuevo orden mundial, que no será posible sin la instauración de una autoridad global, que dicten las directrices a seguir en cada uno de los “estados” como si fueran estructuras ejecutivas. Estas ideas, que de una u otra manera me recuerden al “gran hermano” de Orson Welles, en su novela 1984, novela política de ficción distópica, escrita entre el 1947 y 1948, publicada en el año siguiente, 1949, como una ¿premonición de lo que pasaría en esos años? Estos planteamientos de los Pilgrims Society nos dan la complejidad de la situación que estamos viviendo y la que nos espera, por supuesto.

Mientras, estamos llamados a la recuperación del sentido y significado de nuestra propia vida, desde la perspectiva de que somos parte de la naturaleza y no solo el contemplador, conocedor y su dominador externo. Tengamos claros que la naturaleza no nos necesita para seguir existiendo, nosotros si requerimos y necesitamos de ella, para poder seguir viviendo. Es la realidad que la situación de confinamiento nos ha colocado frente a nosotros mismos, como seres concretos.

Viktor Frankl, sobreviviente de los campos de concentración nazi y creador de la logoterapia o terapia centrada en el logos, planteaba que lo que nos hace ser humano no es la voluntad del placer, ni mucho menos, la voluntad del poder; para él lo que nos hace ser humano, es la voluntad basada en el sentido o propósito existencial.  La voluntad del sentido, para él, es la causa de la auténtica felicidad; es el núcleo de la esencia y el potencial de la capacidad de vivir, pues al mismo tiempo, es la naturaleza del ser humano mismo: encontrar el sentido a las cosas y así mismo.

En su libro Psicoterapia y humanismo ¿tiene un sentido la vida?, da un paso más allá cuando señala: “La voluntad de sentido no es tan sólo una auténtica manifestación de lo esencialmente humano, sino también un criterio fiable de salud mental”. De Albert Einstein toma la siguiente frase que viene como anillo al dedo: “El hombre que considera su vida como falta de sentido no solamente es desdichado, sino difícilmente apto para la vida”. Es decir que el sentido de la vida “tiene un valor de supervivencia”. Fue la lección que tuvo él mismo que aprender mientras estuvo confinado en los campos de concentración en Auschwitz y Dachau: “los más aptos para sobrevivir en los campos de exterminio fueron aquellos que se hallaban orientados hacia el futuro, hacia una tarea o una persona que les aguardaba en el futuro, hacia un sentido que ellos habrían de cumplir en el futuro”.

El confinamiento al que nos tiene sometido el coronavirus, veámoslo entonces como una oportunidad de recobrar el sentido y significado de nuestra vida y la vida de todos. Mientras se redefina el nuevo mundo por venir, busquemos la manera de preservar la salud de su nuestra vida mental, empezando por reconocer, en primer lugar, lo frágil que es nuestra vida personal y social. Todos, de pronto, estamos a expensa de este virus. Todos estamos expuestos a la misma situación. Como pandemia, no tiene sus favoritos. En segundo lugar, y si es creyente, dele gracias a Dios porque algún sentido todo esto nos está planteando; si no lo es, piense que no hay ideologías políticas, como tampoco, condición social de vida, ni de clase que se escape a esta situación. En tercer lugar, démonos la posibilidad de repensar la vida, mi vida, tu vida, la vida de todos. Se dice que amaneceremos en un mundo distinto. Espero que más humano, solidario y justo, compasivo, un mundo donde recuperemos el sentido y significado de ser humanos. Prefiero apostar a ello. En cuarto lugar, aprovechemos el tiempo en recuperar muchas cosas buenas que hemos dejado atrás, por la prisa o por el enfoque de vida que hasta el momento hemos vivido. Hagamos una introspección que nos permita dicha recuperación de mí mismo y de mi relación con los demás. De manera más concreta y en quinto lugar, no le demos espacio al tedio, a la inercia de una vida sin propósito. Démonos un propósito vinculado a nuestro propio ser en sentido de futuro. No importa que se trata tan solo de recuperar habilidades manuales perdidas en la historia, sino, además, de desarrollar otras que nos sirvan para conocernos mejor. La meditación puede ser una buena alternativa. Bien llevada y desarrollada nos coloca ante nosotros mismo. En sexto lugar, recuperemos los espacios del hogar, no de la casa, ni del apartamento; del hogar, ese espacio de convivencia con los demás o con usted mismo (si es que vive solo o sola). Hogar es un espacio con historia y con sentido de seguridad, de protección, o incluso, de expresión de su ser. En séptimo lugar, aprovechemos este tiempo para leer aquellos libros pendientes desde hace ya mucho tiempo; de escribir sobre sí mismo y la situación que está padeciendo en este momento. No se trata de escribir para otros, si tiene ese interés y competencia, también hágalo; pero nos referimos a escribir para sí y, sobre todo, para mañana, no sea que el olvido borre una experiencia tan impactante como la que vivimos hoy. Nos será muy útil, estoy seguro. En octavo lugar, por aquello de mente sana en cuerpo sano, cuidémonos. No pase todo este tiempo como una ostra, no somos del género de moluscos. Y mucho menos vamos a producir perlas en ese estado. Propóngase realizar alguna actividad diaria: aeróbicos, caminar en el espacio que tenga, ejercicios musculares con o sin equipos especiales, taichí o qigong (hay muy buenos videos en youtube para guiarlo), o cualesquiera otras actividades que ponga su cuerpo en movimiento, bailar no es mala idea si le gusta, y preferiblemente si tiene con quien. En noveno lugar, procurémonos actividades que despierten el ingenio, la curiosidad, la atención… desde un crucigrama a un rompecabezas… hay muchos, para todos los gustos. Y en décimo lugar, no dediquemos todo el tiempo a escuchar o leer todo cuanto se dice del tema en cuestión; procure estar informado, pero sea cauto, no todo lo que aparece en las redes informa. La mayor parte de las cosas más bien desinforman.

En resumen, estamos obligados por las circunstancias a hacer un alto en el camino, a recuperarla la vida, nuestra vida, en su dinámica creadora, siendo co-creador de la misma; respetándola, queriéndola, cuidándola en todas sus manifestaciones. Viviéndola en toda su glorificación y en toda su magnitud.

Tiempo de elecciones y analfabetismo

Vivimos una época muy compleja, y eso, todo el mundo lo dice. Tomar decisiones, pero sobre todo, decisiones sabias, es tan solo un ámbito de lo complejo del mundo de hoy. Hoy, más que ninguna otra época pasada, el impacto del conocimiento científico y sus derivaciones tecnológicas, se entrecruzan día a día en nuestro camino. Basta con pensar en todo lo que tiene encerrado un teléfono celular o móvil. Ése pequeño aparato de tamaño, encierra una inmensidad de conocimientos en su interior. Para muchas personas, posiblemente lo que menos hacen con él es hablar “por teléfono”. Cada vez estamos a la espera de las “nuevas facilidades” que el nuevo tal o cual nos traerá. Pero como son muchas de las cosas de la vida su uso, no supone ningún conocimiento especial.

Hay otros ámbitos de la vida, que la ignorancia o el analfabetismo, funcional o no, tiene consecuencias muy complicadas. ¿Cómo un legislador puede tomar decisiones sabias y de bien común en materia de medio ambiente, si no sabe o no comprende todo aquello de calentamiento global, fenómenos naturales, clima, etc? ¿Cómo una Sala Capitular puede tomar decisiones sabias y de bien común, si ignora cuestiones de espacios y comportamientos? ¿Cómo se pueden tomar decisiones en materia educativa, en cualesquiera de los niveles que se trate, si no sabemos o ignoramos, cómo se producen los aprendizajes, cuáles son los factores asociados a dichos procesos de aprender, o de qué manera gestionar efectivamente “oportunidades para aprender” para que la dinámica enseñar – aprender, tenga sentido?

Por lo general el “vacío” de conocimiento lo llenamos con ideas mágicas que nos venden, quienes “descubren” nichos para hacer negocios, o simplemente, lo hacemos, y quizás en el mejor de los casos, a partir de “nuestra experiencia pre-conceptual”, es decir, la creencia que tenemos de cómo fue que nosotros mismos aprendimos, sin que dicha creencia se fundamente, por supuesto, en ninguna evidencia científica.

En el próximo mes, muchos dominicanos y dominicanas, acudiremos a depositar nuestro voto de representación, por alguna persona que entendemos representa los intereses del bien común, es decir, del bienestar de todas y todos los dominicanos.

¿En qué sustentará ese voto? ¿Cuáles son los intereses personales o grupales que nos guiarán en el momento de ésa decisión? ¿Serán solo nuestras emociones personales que terminarán decidiendo al respecto?

La libertad y autonomía responsable que supone el acto de votar en elecciones como ésta, se enfrenta a una población con un bajo nivel de comprensión de la realidad y, por tanto, de las decisiones que tenemos que enfrentar y asumir. El estudio PISA 2018 muestra que el 69% de las y los jóvenes de 15 años escolarizados, tanto del sector público como privado, apenas pueden comprender frases simples, y por tanto, están por debajo del nivel mínimo indispensable para enfrentar el mundo de hoy con cierta eficacia, que es el nivel dos de seis niveles, según el éste estudio.

Me dirán algunos, pero es que las y los jóvenes de 15 años no están convocados para ejercer esa responsabilidad social. ¿Son distintos, en ése sentid, quienes la ejercerán?

Hoy quiero levantar la esperanza de que un mañana, espero que no muy lejano, éste proceso y quienes aspiren a ganarse la representación de la población, se enfrenten a electores conocedores de su realidad y demandantes de soluciones reales, a electores “sabios”, que conocen muy bien el poder que tiene la delegación de su representación.