Una historia algo extraña…

La dominicana ha sido una historia particular. Fuera encuentro o descubrimiento, lo que si quedó claro, que las vidas de los pobladores originarios de nuestra isla vieron terminadas su existencia en muy poco tiempo. Nos quedaron pocos vestigios en la lengua, en la comida, y quizás en unos genes escondidos en la maraña genética que desde entonces se conformó.

Que si 5 cacicazgos y hoy 32 provincias, y un reguero de municipios que solo justifican cargos públicos. Un reguero de presidentes por todas partes: Presidente de la República, Presidente del Senado, Presidente de la Cámara de Diputados y así sucesivamente. Parecería que presidente es un vocablo que da prestigio. Jefes, los hay por donde quiera. Es lo que todo el mundo quiere ser.

Una isla y dos pueblos. Distintos en su lengua y sus costumbres, qué decir de sus creencias y ritos mágico-religiosos. Un pueblo que declara su independencia del otro y no de la colonia como otros pueblos del continente. Una revolución social que solo termina empobreciendo a quienes supuestamente reivindicaba. Una historia singular que nos genera de todo, en uno y otro lado. Ser pobre y negro, y de preferiblemente mujer haitiana, es el negocio del cual viven unos cuantos, nacionales y extranjeros.

Que si Osorio y sus devastaciones. Que si corsarios y piratas, de ayer y de hoy. Con razones diferentes, pero con la misma cultura de apropiarse de aquello que no les costó esfuerzo alguno, que no fuera el cómo alzarse con lo ajeno.

Sabios de todo tipo. Capaces de hablar de física y fusión nuclear como el que más sabe, como también de problemas económicos, de educación, de salud y seguridad social. Los hay de aquellos que ponen y disponen a través de un micrófono que les da poder de decir y maldecir. También éste parece ser un buen negocio.

Es un pueblo, que como decía Antonio Zaglul, baila hasta sus penas. Con una fuerte tendencia al pesimismo, y mucho más, al de quejarse por todo. De lo que sirve y no sirve. De lo que está ahí, y luego, deja de estar. No importa. El asunto es quejarse. Si hay “demasiada luz” y el recibo “me va a salir muy caro”, como si no la hay, y ya estoy harto.

Nos fuñimos porque nos descubrieron los españoles, aunque de eso hace más de 500 años. Igual da. Pero al mismo tiempo, con un sentimiento histórico de orfandad. Nos dejaron abandonados a nuestra suerte. Total, parece que las expectativas de la corona estaban muy por encima de lo que finalmente encontraron, y así, fuimos presa de todo tipo de malandrines que andaban por esos mundos y mares de dios, haciendo de las suyas.

La acumulación originaria no termina nunca. Siempre hay quienes necesitan más y para eso muchos se meten a políticos: hay que buscársela a como dé lugar. Hace tiempo alguien dijo que el 99% de los dominicanos (e imagino también que incluyó a las dominicanas) eran corruptos, ladrones. Él estaba en el 1%. Es una cultura, la de la corrupción, endémica. Pero, como todo en la vida, cada uno tiene su corrupto favorito. Más recientemente, en el Estudio Internacional de Educación Cívica y Ciudadanía, los estudiantes de 8º grado del Nivel Primario entendían, como de lo más normal, el tema de la corrupción. De eso se trata si se consigue un cargo público. ¡Qué esperanza! Más complicado aún, si de orden social se trata, la dictadura está justificada.

Una historia de saltos y confusiones. 31 años atados de pies y manos por un tirano que hizo de este pedazo de tierra, Su Tierra. Dueño de todo y de todos. Pero aún de fecha tan reciente, que mentalidad fría que pueda analizar el período correspondiente sin las pasiones del culpado o inculpado, casi es imposible. Un golpe de estado y una guerra civil, que terminó siendo una “Guerra Patria”. 42 mil marines pisaron el suelo patrio. Una alambrada interminable dividió la ciudad en dos. 15 y 16 de junio, el olor a pólvora nos embriagó a todos. Consecuencia, llegó el “doctor”.  Esos primeros 12 años, que duros fueron.  Ser joven, era ser comunista.  Para juicio de algunos, esta figura quedó como atrapada en la conciencia de muchos como el abuelo aborrecido, pero abuelo, al fin de cuentas. En un tiempo todos los epítetos le cabían, hoy, las dudas están por todas partes, pues hasta “padre de la democracia” fue convertido, y no por sus mejores aliados.

Una izquierda que nunca pudo ponerse de acuerdo consigo misma, y qué decir de un proyecto social. Imposible. No aprendió a sumar, y mucho menos, a multiplicar. Si a dividir y a dividirse. Son cabezas que han andado y andan por todas partes. Unos pocos quedan atados en sus discursos de barricadas de los ´60 y ´70.  La mayoría de los jóvenes de hoy, no solo no entiende esos discursos, es que tampoco lo digieren. Esa juventud, que antes abrazaban los ideales de una sociedad nueva y un hombre nuevo, tienen en su mayoría, la vista solo puesta sobre el celular, y a veces, miran de reojo lo que está pasando en el mundo. Las ideas, ya no parecen convocarlos. Más fácil les convoca el festival… Aquel rostro escudriñador, alentador de nuevas lides, de barba abundante y de pelo largo enmarcado por una boina negra, es solo el adorno de muchas camisetas de las “mejores marcas de ropa”. ¡Qué ironía!

Por momento prenden colores nuevos, en un amasijo de ideas diferentes que no terminan cuajando en un proyecto social. La más de veces, atrapados en las lógicas de partidos que no enarbolan ideales, y que han ido perdiendo terreno como organizaciones de masas. Nadie habla de un proyecto de nación, para qué, si eso no convoca.

Una historia de azules y rojos. De bolos y coluses. De morado, blanco, verde y rojos, y de muchas otras combinaciones posibles según el momento. Azul claro, rosado, morado rojizo. Hay para todo, si de oportunidades u oportunismos se trata. Ésa es la verdadera escuela donde los jóvenes de 8º que participaron del Estudio Internacional citada antes, hablan. Es lo que ven todos los días, ¿y por qué tienen que pensar diferente?

Y como decía Moscoso Puello en sus famosas Cartas a Evelina, en el número siete de estas: “Un hombre sin un cargo público, en este país, no es un hombre completo. Un cargo público es algo indispensable para cumplir con los fines de la vida. La vida es algo, pero el cargo es casi todo. Un hombre sin cargo público es una cosa, un artefacto, no se le toma en cuenta nunca, ni siquiera se le mira. Porque lo que es digno de admiración, de codicia y de respeto, es el cargo”.

Por eso alguien llegó a decir: “somos un país muy especial”. ¿Cierto?

24 de abril, y una bochornosa invasión.

El silencio nos abrumaba a todos. El día se hacía tenso. Todos en expectativa. Estábamos ya acostumbrados al tableteo de las ametralladoras San Cristóbal o el disparo impactante del fusil. Nuestros cuerpos presentían lo peor. No había dudas de que algo siniestro acontecía %u201Callá afuera%u201D. Todos metidos dentro de la %u201Cbarricada%u201D, que con tablones de madera, papá había improvisado en lo que era %u201Cmi habitación%u201D. Único espacio en toda la casa que tenía tres paredes de blocks. Nos sentíamos todos protegidos de las balas que traspasaban el zinc o las paredes de madera de nuestra casa, situada en la calle Camino Chiquito No. 33. Hacía muy poco tiempo que papá, junto a algunos de los vecinos habían asumido la responsabilidad y compromiso de dar sepultura a aquellos dos jóvenes, que en la huída despavorida habían dejado sus compañeros de lucha, cuando la avanzada %u201Coperación limpieza%u201D venía barriendo calles y callejones, en búsca de combatientes.

Cada día se vivía como el último. Ya nos habíamos acostumbrados a permanecer dentro de la casa, y apenas, asomar la cabeza intentando buscar un atisbo de información visual que nos permitiera calmar los nervios. Las tareas del funcionamiento de la %u201Cbarricada%u201D estaba organizado. Yo era el encargado de mantener un termo de té de hojas de limoncillo, que crecían en el patio de la casa y que generalmente acompañábamos con «masita» o alguna galleta. De vez en cuando todos sentados contra la pared nos dedicábamos a hacer cuentos, con tal de que el tiempo transcurriera sin darnos cuenta. Mamá, en su estoicismo, solo nos miraba.

Desde aquella tarde del 24 de abril todo había cambiado en nuestras vidas, y en las vidas de todos nuestros vecinos. Entre nuestra casa y la de al lado, donde vivía la familia Olivier González, solo había una hoja de zinc que bastaba con empujarla para pasar de un lado hacia el otro. Los platos de comida y otros menesteres, traspasaban constantemente en un compartir continuo entre dos familias, que más que vecinos, éramos como hermanos y hermanas. Todavía hoy todos recordamos muchas anécdotas de ése y otros tiempos, que nos hicieron %u201Cvecinos-amigos-hermanos%u201D. Mientras en nuestra casa la mayor parte del patio era %u201Cun inmenso%u201D taller de ebanistería, conocido formalmente como Santo Tomás, y que traspasaba la cuadra entre la Camino Chiquito y la Profesor Amiama Gómez, algunos deliciosos frutos se convertían en manjares exquisitos: Guayaba injerta, jobos, cocos, mangos, y alguna que otra fruta más. De igual manera, el patio de la casa de Don Chichí y doña Tará, nuestros vecinos-amigos-hermanos, también muy grande, estaba repleto de matas de plátano, guineos y café, así como una %u201Cenorme%u201D mata de guanábana para el deleite de todos nosotros. Mi padre un artista de la madera, don Chichí Olivier un artista de la música: saxofonista y flautista exquisito. Lo recuerdo vestido de blanco, con su cabeza blanca, y todo el resto de la orquesta de negro. Él parecía ser el centro de todo aquello. Y así era. Todos los lunes, lo recuerdo como ayer, sus compañeros de trabajo, músicos todos, con sus instrumentos a cuestas, llegaban a su casa, su hogar y las horas transcurrían entre la música, y una riquísima %u201Cpata de vaca%u201D, con mucha yuca y arroz blanco. Como era de esperarse, el plato de pata de vaca también formaba parte ese día de la comida de mi casa.

Ese pedazo de barrio de Villa Juana era muy especial, como lo erán las familias que allí vivían. Porque así era, cuando nos referíamos a una de esas casas era con el nombre familiar: los Olivier, los Valeirones, los Cantizanos, los Di Carlo, los Goodrich, los Avejitas (ése no era un apellido, aunque sí un apodo), los Heredia, los Mieses, los Mota (Manuel Mota y los hermanos Alou eran una gran atracción en el barrio, sobre todo de nosotros los muchachos que jugábamos a la pelota en la calle, y que ellos, de vez en cuando %u201Cnos daban clínica%u201D), los Alegría, los Salcedos, los Cabral, los Robledo, los Tactuks, y así otras familias que adornaban la José de Jesús Ravelo, la Camino Chiquito y la Marcos Adón. No había manera de pasar desapercibido, pues muchas veces cuando andábamos correteando por las calles y patios, siempre había un comentario como %u201Cqué hace el hijo de don Julio o Doña Ofelia por aquí%u201D. Todos estábamos fichados y bajo el escrutinio de los vecinos.

Pero mi historia es otra, a la que a ella vuelvo. El día o la tarde, eso ni lo recuerdo bien, no era un día cualquiera. La tensa calma, no calmaba nuestro ánimo. Por lo contrario%u2026 dos días antes, veíamos helicópteros transportando jeep, cajas y muchas otras cargas, que %u201Cparecían venir de San Isidro%u201D, donde estaba y sigue estando aún, el campamento de la Fuerza Aérea (conocido entonces como el CEFA), hacia la Intendencia y Transportación, donde estaban hombres pertenecientes al Ejército Nacional. Día y noche, el volar de los helicópteros se había convertido en la razón de mirar hacia el cielo y la sensación de que %u201Calgo grande va a venir%u201D.

En un momento me asomé a la puerta de la casa, y ahí estabán estos tipos, con la cara pintada de verde y negro, y unos uniformes militares extraños, cargados de granadas, peines de balas, y un fúsil que no había visto antes. Su mirada me heló profundamente. No hay dudas, me intimidó.

-¿Quiénes son estos tipos? ¿De dónde llegaron? La invasión estaba consumada. En su inglés hiriente, nos despojaban de nuestra dignidad, y ya carecíamos, incluso, de nuestro derecho de %u201Cmirar hacia afuera%u201D. 28 de abril de 1965, se convirtió en un día angustioso, temible. La Guerra de Abril se convirtió en una Guerra Patria. Por segunda vez, en un siglo, la República Dominicana se ve invadida por las tropas de los Estados Unidos. Solo que esta vez, los gobiernos de un grupo de países se prestaron a «adornar el rostro de la intervención», formando lo que eufemísticamente llamaron «la fuerza de paz». 

Poco a poco fueron llegando los %u201Chombres del Ejército Nacional%u201D, casi como custodiados por el ejército invasor. No olvido cuando entraron a nuestra casa, y la requisa se hizo larga y tensa. Peor, cuando al abrir una gaveta de mi %u201Cmesita de noche%u201D se encontraron con la %u201Cpistola 45%u201D, de un plástico verde oscuro, y que uno de los militares tomó en sus manos y dijo: %u201Ccon esto se puede hacer un disparo%u201D. Fue la última vez que la ví.

A lo lejos, se continuaba oyendo el tableteo de ametralladora o disparo intenso del fúsil. La vida de todos cambió para siempre. La vida del barrio, otrora lleno de la candidez y dulzura con que las familias de entonces vivían, quedó transformada. Nuestra alma, quedó mancillada.

Unas extrañas barricadas, llenas de «alambres de púa», como una cicatriz, atravesaron toda la ciudad partiéndola en dos. La bochornosa invasión era una realidad. 

Sepultura de dos jóvenes revolucionarios. 1965.

Apenas había salido el sol, aunque aún se mantenía una fina lluvia que cubría los improvisados ataúdes de los dos jóvenes revolucionarios muertos por las tropas del Ejército Nacional, junto a las del Yanki invasor, cuando la parte alta de la ciudad era testigo de la llamada “operación limpieza”.
El silencio abrumador, interrumpido solo por el tableteo de las ametralladoras o del disparo de fusil, resonaba en todos los rincones del barrio de Villa Juana. Era un día diferente a todos los días de mi vieja barriada.
En la tarde del día anterior, dos jóvenes habían encontrado el fin de sus vidas, e inertes sus cuerpos reposaban entre la yerba y los escombros del solar de forma triangular situado entre las calles Camino Chiquito, José de Jesús Ravelo y Marcos Adón. Ambos cuerpos habían sido depositados por otros “jóvenes revolucionarios” que huían despavoridos ante el eminente avance de las tropas “contra-revolucionarias”.
Mi padre, quien se había negado a dejar solo su Taller de Ebanistería Santo Tomás de Aquino, situado en la Camino Chiquito No. 33, asumió la responsabilidad de construir dos ataúdes, como morada última y “cristiana sepultara” de estos dos jóvenes desconocidos. Otros vecinos se dispusieron a cavar las dos tumbas, entre el asombro y el miedo que a todos los testigos de esa tragedia, nos embargaba.
-¡Cuidado!
Se oyó una voz cuando el zumbido de una bala rompía el silencio y entonaba su canto sepulcral por encima de las cabezas de los allí presentes. El entierro se vio interrumpido por varias horas cuando la balacera se hizo más intensa.
Otro “joven revolucionario”, de unos 20 años, con su fusil máuser recostado en su hombro derecho, y a escondidas por el muro del callejón de enfrente, ripostaba con varios disparos hacia el lado oeste de la calle José de Jesús Ravelo. La intensa respuesta recibida no le dejó otra alternativa que seguir desplazándose en dirección este.
En ese momento de mi vida, con mis 15 años a cuestas, no comprendía todo el trasfondo de lo que acontecía en el país. Más tarde sí pude comprender, que este enfrentamiento “cívico-militar” entre dominicanos y dominicanas, acaba por convertirse en una “Guerra Patria” contra las tropas invasoras de los Estado Unidos de Norteamérica, aquellos países latinoamericanos que se prestaron a darle legitimidad, y al grupo de militares dominicanos que se opusieron a la “vuelta de la constitucionalidad del 63”.
Mi padre, siempre taciturno, un hombre de pocas palabras, pero sí de acción, esperó la quietud de la mañana para, junto a otros vecinos, dar entierro al cuerpo de dos jóvenes dominicanos que habían ofrendado sus vidas, luchando por un ideal.
Por un buen tiempo, las dos cruces de maderas colocadas encima del promontorio de tierra, fueron la expresión más completa de lo que significa llevar hasta las últimas consecuencias el compromiso por una idea. Ambos encontraron en el fusil, la respuesta a la razón de sus propias vidas.
No hubo despedidas ni discurso ante las tumbas, tampoco el llanto y las lágrimas de una madre y un padre desconsolado, como tampoco de parientes y amigos íntimos, ¡nadie!; nadie que en su legítimo duelo, dijera una palabra de recuerdo, de despedida, solo los rostros silentes de quienes quisieron depositar, y así lo hicieron, en sus tumbas improvisadas, la tierra ensangrentada y mancillada de aquel abril, imposible de borrar.
El tiempo “borró las tumbas” y sus recuerdos. Demasiadas muertes que llorar, además de las ironías de la vida, en ese mismo lugar se construyó el edificio de una empresa llamada Laco. Hace poco tiempo que me llegaron las señas de aquellos dos jóvenes: uno llevaba los apellidos Ledesma Colón y el otro era Ángel Reyes, conocido como “tres patines”. Aunque por mucho tiempo ignoré la suerte de los cuerpos de estos dos jóvenes, y si los mismos fueron inhumados y trasladados a su campo santo y reposo eterno.
Mucho tiempo después, y confirmada la información por la misma persona que construyó el edificio, el cuerpo de Ángel Reyes aún continúa en su “tumba improvisada”.
Finalmente, en la memoria de algunos de los que estuvimos presentes allí siendo adolescentes, aún perdura el recuerdo de aquella tarde y madrugada del 65, bajo la tenue lluvia que cubría “la ciudad” como un llanto materno, colocando flores y encendiendo velas, por la memoria de quienes dijeron ¡presente!, cuando las circunstancias así se lo demandaron.