Apenas había salido el sol, aunque aún se mantenía una fina lluvia que cubría los improvisados ataúdes de los dos “jóvenes revolucionarios” muertos por las tropas del Ejército Nacional, junto a las del yanky invasor.
El silencio abrumador de la tarde, interrumpido sólo por la respiración profunda de quienes allí estaban y el tableteo esporádico de las ametralladoras o el disparo del fusil, resonaba en todos los rincones del barrio de Villa Juana.
En la tarde del día anterior, dos “jóvenes revolucionarios” habían encontrado el fin de sus vidas, cuando la “operación limpieza” había iniciado.
Depositados por otro grupo de “jóvenes revolucionarios” en el solar en forma de triángulo que se formaba en las intersecciones de la José de Jesús Ravelo, Camino Chiquito o Charles Piet y la Marcos Adón.
Mi padre, quién se había negado a dejar su Taller de Ebanistería Santo Tomás de Aquino, asumió como su responsabilidad la construcción de los dos ataúdes necesarios, como última morada de los dos “jóvenes revolucionarios”. Y de la misma manera, junto a otros vecinos del barrio, preparó las fosas para darles sepultura.
-¡Hey, cuidado!
Se oyó una voz, cuando el zumbido de la bala hirió el silencio, rasgando la piel de la tarde, por encima de las cabezas de quienes estábamos allí.
El entierro se vio interrumpido, cuando la balacera se hizo más intensa.
Un “joven revolucionario”, con su fusil máuser recostado de su hombro, en cuclillas, y como a escondidas detrás del muro del callejón, ripostó con varios disparos hacia el lado oeste de la José de Jesús Ravelo. Sus disparos resonaron en la tarde como un grito de rabia.
En ese momento, a mis quince años, no comprendía aún el trasfondo de aquel hecho histórico que cambiaría nuestras vidas presentes y el futuro del país. La “Guerra de Abril”, no era sólo ya aquella guerra civil entre hermanos, sino una Guerra Patria, contra las tropas invasoras.
Mi padre esperó la quietud de la mañana para completar el entierro de los dos “jóvenes revolucionarios” en el solar en forma de triángulo que formaban la intersección de la José de Jesús Ravelo, la Camino Chiquito o Charles Piet y la Marcos Adón.
Por un buen tiempo, las dos cruces de maderas sin nombre, encima del promontorio de tierra, fue la marca completa de la morada final de aquellos dos “jóvenes revolucionarios” que encontraron en el fusil, la razón momentánea de sus vidas.
No hubo despedida ante sus tumbas, tampoco el llanto y las lágrimas de sus madres o padres, hermanos o amigos… pero sí rostros silentes, aquejumbrados, de quienes depositaron sus cuerpos en la tierra mancillada.