Cumplió la pena que la justicia en aquel momento le impuso por su participación en un crimen que aún recordamos con espanto, indignación, y hasta rabia…
20 años pudieran parecer mucho, pero no parece que han bastado para borrar un hecho que nos consternó a todos y a todas.
Se implora el perdón, se apela a la razón cristiana, al cumplimiento de la pena impuesta, pero el dolor es tan profundo, que parece que continúa latiendo en el centro mismo de nuestro pecho.
Es su derecho hacerlo, falta aún que la sociedad sienta que tenga el deber y quiera otorgarlo.
Fue un acontecimiento que dejó muchas dudas y preguntas sin respuestas. A lo mejor es preferible no conocerlas todas.
Traigo esto a colación pues hechos como éste no sólo dejan huellas en quienes lo han padecido directamente, sino también en el alma de quienes fuimos testigos de todo cuanto aconteció a su alrededor, y que nos conmovió en lo más profundo de nuestro propio ser.
No es mi intención negar derechos, como tampoco incentivar adversidades. Solo pretendo generar procesos, si es que esto puede o no ser necesario, de sanar heridas en la conciencia social, o mejor, en el inconsciente colectivo. Todo ello con el propósito de recuperar la indignación como principio de vida ante la negación de la vida; de recuperar la bondad y la compasión, como valores fundamentales para respetar la vida. De anteponer la vida a la muerte, que no fuera solo por una causa de vida justa, noble e imprescindible, y aún así, reivindico siempre la vida; por la necesidad de recuperar el sentido y significado de la vida misma como un don gratuito de lo divino.