El estilo de vida que se ha venido desarrollando en el marco del modelo económico que impera en nuestros países y el mundo, parece colocarse de espaldas al ser humano. La rentabilidad está por encima de la persona. Nos centramos más en alcanzar el éxito lo más rápido posible sin importar los medios. Volcada toda nuestra existencia hacia el dinero y lo que él provee en términos materiales. La búsqueda frenética del placer que producen las relaciones casuales y las compras sin sentido ni necesidad. La pérdida de lo transcendente por vivir solo en momento presente. Todo esto y otras muchas cosas nos tienen como atrapados en una vida sin mucho sentido y significado que no sea el inmediatismo de lo cotidiano.
Una vida llena de atajos nos mantiene como embelesados: queremos el éxito a toda costa y sin que ello signifique mucho esfuerzo o, por lo menos, el mínimo esfuerzo; la búsqueda del placer sin que medien compromisos permanentes ni estables, se hacen predilectos. Hechizados por alcanzar grandes logros y éxitos, aunque ello signifique el sacrificio total del bienestar personal. Algunas de estas cosas y más, que lamentable, es lo que nos impulsa y anima.
Por otro lado, hoy andamos tan deprisa en la vida, que lo esencial y transcendente de la misma, parece perdido, o por lo menos, puesto en pausa. Incluso, “las pequeñas cosas de la vida” que después añoramos se nos van sin apenas darnos cuenta, como el extasiarse ante la belleza de la naturaleza en cualquiera de sus manifestaciones: una flor o una rosa que al abrir sus pétalos nos ofrece su belleza y su perfume; el amanecer o el atardecer de cualquier día; la sonrisa espontánea de un niño o una niña en un momento de juego o diversión; el rumor del mar cuando se avalancha contra los acantilados; el zumbido de un ave; la lluvia que cae y reverdece los parques y los campos; el cálido abrazo de una persona amiga o amada, en fin, todas esas cosas pequeñas y sencillas de la vida, parecen ausentarse paulatinamente de nuestra experiencia subjetiva.
Como nos plantea el Dalay Lama, la alegría de reunirse con un ser querido, la tristeza de perder a un amigo íntimo, la riqueza de un sueño vívido, la serenidad de un paseo por un jardín en un día de primavera, la absorción total de un estado de meditación profunda, son estas cosas, y otras parecidas, que constituyen la realidad de nuestra experiencia de la conciencia.
De este modo, acudimos a una especie de pandemia de padecimientos autodestructivos que se manifiestan en el burnout o síndrome del trabajador quemado, o incluso, los estados bipolares de depresión y euforia, tan frecuentes hoy en todos los ámbitos de la vida social. Es a lo que Byung-Chul Han, en su libro “La sociedad del cansancio” llama la autoexplotación voluntaria, producto de una sociedad marcada por el rendimiento a toda costa o, incluso, la autocoerción, como una supuesta práctica de la libertad personal. Precisamente, como decía Ignace Lepp en su obra Riesgos y Osadías del Existir: “la fuente principal del riesgo existencial no está en el determinismo, sino en la libertad”. O por lo menos, en lo que creemos que significa vivir la libertad. “La sociedad del rendimiento es una sociedad de la autoexplotación”, concluye en su obra Byung-Chul Han.
En el momento que hoy nos está tocando vivir, la época de la pandemia del coronavirus “todas estas virtudes de la sociedad que hemos construidos” está tocando fondo. Edgar Morín, el famoso pensador francés declara en una entrevista reciente: Vivimos en un mercado planetario que no ha sabido suscitar fraternidad entre los pueblos. Y nos alerta contra los peligros del darwinismo social y la destrucción del tejido público en sanidad y educación. Señala que el virus ha desenmascarado la ausencia de una auténtica conciencia planetaria de la humanidad.
La pandemia del coronavirus ha levantado la sábana de una enfermedad que ya venía desarrollándose progresivamente, aquella que se genera por una vida sin sentido y sin significado. Una especie de anomia que se manifiesta en la ausencia de una sociedad en que sus instituciones sean capaces de desarrollar en sus ciudadanos las herramientas necesarias para alcanzar sus propósitos y metas en el propio seno de su comunidad y con sentido de comunidad.
Así, de pronto, con nuestro individualismo exacerbado, nos vemos confinados a las cuatro paredes de nuestra casa y en esa soledad obligada, nos enfrentamos con nosotros mismos y nuestro ego, que no calla, que permanece activo continuamente, y parece enloquecernos, mediatizado claro está, por la civilización del ruido que hemos construido. El coronavirus nos ha enfrentado a lo que Nietzsche llama “tu más solitaria soledad”. Y es que cualquier experiencia de la conciencia, desde la más mundana a la más elevada, posee cierta coherencia y, al mismo tiempo, un alto grado de intimidad, es decir, existe siempre desde un punto de vista personal. Por ello, la experiencia de la conciencia es completamente subjetiva. Y frente a ella estamos colocados en nuestro confinamiento.
Aún lo que nos pueda decir la ciencia, con su método característico en tercera persona, como es el caso de lo que nos plantea Francis Crick (1994), premio nobel de Medicina y Fisiología en 1962 por su descubrimiento de la estructura del ADN junto a James Watson, cuando dice: “Tú, todas tus alegrías y tristezas, tus memorias y ambiciones, tu sentido de identidad personal y libre albedrío, no son más que el comportamiento de una enorme red de neuronas y sus moléculas asociadas”, pero que por sí solas no nos explican el sentido y significado que le atribuimos a toda esa experiencia consciente.
Quizás estamos ante la oportunidad de recobrar el valor del silencio y con ello, descubrirnos en la Pascua con la capacidad de discernir y decidir acerca del hombre nuevo que debe emerger de nosotros mismos.